Mientras que un buen número de personas visitan estos días las playas, soportando las altas temperaturas y hacinándose en la arena con fines de ocio, disfrutando de unas merecidas vacaciones, con la tranquilidad que supone saber que después del viaje, todo volverá a la normalidad, otras, en cambio, bajo el paraguas de la inmigración clandestina, en pateras o cayucos, intentan alcanzar las costas españolas, con el objetivo de -en el mejor de los casos- alcanzar la gloria, que les otorgue mejores condiciones de vida. Dos situaciones muy distintas, en un mismo escenario, que invitan, cuando menos, a la reflexión y al análisis.

La triste realidad es que -posiblemente preocupados por el paro, por la crisis económica, por el día a día que nos absorbe demasiado tiempo- nos hemos olvidado en buena parte del problema de la inmigración, del flujo de personas que siguen jugándose la vida en la travesía y que siguen llegando de manera masiva a las costas españolas (690 pateras interceptadas en el año 2007), sin que seamos capaces de atajar este problema con las herramientas de las que se disponen en el estado de derecho. Algo estamos haciendo mal, o simplemente no lo hacemos, porque no logramos atajar este éxodo humano que aunque parece haber disminuido no deja de ser una realidad y noticia en los medios de comunicación, que cada poco, vuelven a hablar de lo mismo y a mostrarnos imágenes similares, en torno a un drama que, por cotidiano, parece asumido y quizás ignorado.

En época de crisis los países ricos se resienten, pero los pobres, extreman su pobreza. Por muchas barreras policiales y de otro tipo que se pretendan poner en marcha para obstaculizar este tránsito, resulta complejo frenar a la avalancha humana que busca la salida a una situación muy compleja, de hambruna y de miseria, que obviamente les ciega y les impulsa hacia el mar, inmunizándoles de temores y riesgos, buscando la puerta de salida que supone la playa, para cumplir sus sueños o acaso para volver a empezar.

*Técnico en Desarrollo Rural