Faltan unas horas para enviar el artículo a la redacción de El Periódico y aún no tengo claro sobre qué voy a escribir. «Ya saldrá algo», me animo, las manos sobre el teclado, mientras el reloj de la pared, impasible, devora el tiempo de entrega.

Desde que comencé a redactar artículos para este diario, en diciembre de 2015, nunca he faltado a mi cita semanal. No falté siquiera cuatro meses después, cuando comencé a recibir un tratamiento contra el cáncer. No me detuvo la quimioterapia, ni los días de depresión, ni el agotamiento. Tampoco falté a mi cita cuando el nervio ciático me postró en cama.

Escribí a mi ritmo, sin prisas pero sin pausas. Escribí en vacaciones y en horario laboral. En primavera, verano, otoño e invierno, cuando gobernaba la derecha y cuando gobernaba la izquierda, con fuerzas o sin ellas. Escribí durante la luna de miel, cuando falleció mi padre, cuando me mudé de ciudad, y cuando, para mi sorpresa, mi primer hijo vino al mundo con el síndrome de Down. El pobre niño, con tan solo cinco meses de edad, sufrió una operación a corazón abierto, y durante las tres semanas que pasó -pasamos- en el hospital no dejé de escribir.

Aquí he estado, aquí estoy, como esos obstinados monjes del Medievo, consignando el mundo -o al menos su representación- en un papel en blanco. Supongo que a esto se refería Kafka cuando dijo que «escribir es otra forma de oración».

Algún día habrá que bajar el telón. Dejaré entonces de escribir mis artículos de prensa, mis novelas, mis diarios, mis relatos cortos... Y no habrá drama: el mundo seguirá girando. Dejaré de hacerlo cuando la pulsión por escribir me abandone o la vejez -si acaso llego- se cebe conmigo.

Dejaré de escribir, antes o después, porque antes o después uno ha de darse por vencido. Pero hasta que llegue ese día me siento en la obligación de dar la batalla con la cimitarra de mis palabras.

*Escritor.