He visto pasar esta mañana a los niños camino de la escuela. Es septiembre y hace algo de frío. Mi pueblo es el mismo de siempre o al menos así me lo ha parecido cuando he visto la mañana cenicienta y un sol palidísimo que ponía una leve tristeza como de otoño en los tejados de las casas. Al ver los niños y las niñas, con sus mochilas camino del colegio, me he acordado de cuando íbamos mis hermanos y yo a la escuela allá por los lejanos años sesenta, y la mañana era también fría y triste, y llevábamos la cartera y el pizarrín consigo y una desgana inmensa, y un nudo, al menos yo, en la garganta y los nervios martirizándome el estómago, y había un sol desvanecido, como la piel de un membrillo, del mismo color áspero, de un amarillo opaco, y se veía levantar el vuelo a un pájaro arrecido, desde una cerca, y olía a estiércol y a soledad en todo el pueblo. Y cuando la lluvia dejaba sobre las hojas caídas de los árboles, su húmeda melancolía, se ponía tristísima la mañana, y las calles parecían muertas, con las casas desiguales que parecían llorar, con las ventanas como los ojos de payasos trágicos, de las que resbalaba la lluvia cuán lágrimas inmensas. La escuela olía a frío, a tinta añeja, a pupitres estropeados, a tiza y a pobreza. El maestro era un pobre loco, una especie de quijote con minúscula, severo y duro, con aires de grandeza. Recuerdo que se oía el tañido de la campana.