A lo largo de estos últimos tiempos se ha levantado en torno los debates electorales una parafernalia tan interesante como los debates mismos, y todo ello como consecuencia de esta situación de equilibrio que tan tozudamente se ha instalado entre los partidos mayoritarios. Esto ha provocado que se asuma un riesgo que en circunstancias normales se hubiera tratado de evitar, ya que el que gobierna se enfrenta a los debates en una situación de desventaja, debido a que presentan un desequilibrio intrínseco, toda vez que arrancan de parámetros no igualitarios al moverse en dos planos de concreción diferente: el de la oposición, cuyas formulaciones son puramente teóricas, y el de quien gobierna, cuyas implicaciones se miden en realizaciones prácticas.

Por lo general, el discurso de la oposición conecta mejor con los intereses de la ciudadanía, porque se trata de algo atemporal, genérico y desvinculado de cualquier responsabilidad, con unos alegatos cuyo único objetivo es echar por tierra la gestión del Gobierno, sacar a relucir sus errores e inconveniencias, mientras ellos están libres de toda culpa al desvincularse de sus errores pasados, porque los consideran prescritos o ya amortizados. Cualquier acusación que plantee la oposición suele encontrar eco en algún sector de la sociedad que pudiera haberse sentido decepcionado o agraviado, y más cuando las apelaciones no se restringen al ámbito de la política general, sino que trascienden a la casuística concreta y coyuntural respecto a cuestiones relacionadas con la economía doméstica, el desempleo o cuestiones sociales, algo que afecta al modo de vida de muchos ciudadanos.

XANTE ESTEx aluvión de acusaciones, el que ha estado gobernando se ve obligado a explicar lo inexplicable, o a pasar al contraataque hasta establecer un plano de igualdad, aunque ello le obligue a tener que emprender un indeseable viaje retrospectivo, estableciendo similitudes con los gobiernos de otras épocas o con el de comunidades gobernadas por los opositores, algo que rompa esa condición de adversidad, porque esa apelación al pasado no ha de ser confundida con una huida hacia ninguna parte, ni con la búsqueda de un refugio justificativo que sirva para soslayar los propios errores, sino una forma de llevar el debate a un terreno igualitario en cuanto a condiciones estructurales se refiere.

La sensación que queda en la retina del espectador es que gana el que ataca, el que acusa, porque se establece un paralelismo entre él y la figura del fiscal que interroga, que increpa, que saca los trapos sucios, que acorrala, que se convierte en el encargado de refrescar la memoria con los errores ajenos, mientras que al que ha gobernado el único camino que le queda es el de justificar sus propias actuaciones.

Del mismo modo, cuando se trata de plantear cuestiones de futuro, también el opositor lleva las de ganar, ya que se mueve en el plano de lo idílico y de lo utópico, con propuestas generales y sin concreción alguna, con lo que aparece como el garante de la iniciativa, ya que pronostica algo acabado, perfecto, justo, equilibrado y tangible; algo diseñado desde el punto de vista de lo puramente conceptual y de lo estrictamente teórico, mientras que el que gobierna parece que no está legitimado para proponer mejoras, ya que acto seguido se le increpará diciendo que lo que se propone hacer, podía haberlo hecho durante sus cuatro años de mandato.

Algunos pueden pensar que ese es el papel que la democracia le asigna a cada uno, pero eso solo es válido durante la legislatura y dentro de ámbito parlamentario, no en la esfera de un debate que no es preceptivo constitucionalmente y donde ambos contendientes parten como candidatos en igualdad de condiciones.

Todas estas consideraciones han de ser tenidas en cuenta a la hora de dictaminar sobre quién gana o quién pierde los debates, ya que una primera valoración pudiera llevarnos a extraer una conclusión equivocada, e inducir al electorado al error de considerar que es mejor, más consecuente, más fiable y más ecuánime aquel que se mueve en el plano de lo teórico, pero una vez que se profundiza se constata que existe un abismo entre la teoría y la práctica, entre lo que se diseña en los papeles y el resultado final; por eso ante cualquier debate lo primero que conviene hacer es poner sobre la mesa los aciertos y los errores de cada uno, y a partir de ahí establecer cualquier tipo comparativa o de valoración.

Esta posición valida cualquier apelación al pasado, la justifica como necesaria, lo demás es someterse a un juego asimétrico, donde uno ejerce de juez y otro de imputado, donde la verdad no resplandece en su totalidad, sino que se presenta sesgada, parcial e inconcreta, algo que no sirve para esclarecer la situación, ni como soporte sobre el cual construir el edificio de la futura regeneración política nacional.

*Profesor