Conocí a una inglesa que había vivido unos cuantos meses en España, convencida de que éramos la gente más civilizada del mundo porque cuando detenía su moto en un paso de cebra los peatones se lo agradecían siempre con un gesto: un leve saludo, una sonrisa. Me costó hacerle entender que se trataba precisamente de lo contrario: teníamos tan incorporado el incivismo que si algún conductor excepcional cumplía la norma de detenerse en un paso de cebra lo saludábamos para darle las gracias.

Con la violencia nos está ocurriendo algo parecido. Nos rodea una violencia antropológica, por así decirlo, una tensión omnipresente en la naturaleza humana, que recorre la historia y va estallando en distintos episodios parecidos al fenómeno que provoca las plagas de langostas: demasiados individuos, demasiado roce, demasiado nerviosismo colectivo. A ella se superponen las crisis recurrentes, que añaden necesidad y miedo, detonantes perfectos.

Es posible que todas esas causas antropológicas y demográficas se conciten hoy en día con una malignidad particular. También puede ser simplemente que nos enteremos más que antes; aunque esa mayor visibilidad se convierte por sí misma en un factor violento.

Una parte del poder nos invita a la desobediencia. Otra nos amenaza con el castigo. La brecha económica, social y cultural, genera odio y brinda coartadas. La precariedad laboral no tiene precisamente una incidencia pacificadora. Incluso los lugares sagrados, aquellos que la tradición inventó precisamente como refugios para protegernos de nuestra violencia innata, han perdido esa condición.

Dos diputados de UKIP discuten en el Parlamento Europeo y uno se ofende por un comentario del otro. Lo reta a salir: «Outside now», dicen que le dijo. Ni siquiera llegan a la calle. Se atizan unos puñetazos en un pasillo que acaban con el primero en el hospital. De niños hacíamos cosas parecidas en el colegio: «Eso no me lo dices en la calle» era un desafío propio de chulitos que solía quedar en nada, pero además llevaba implícita la idea de que había lugares sagrados, protegidos per se contra la violencia.

Nuestro Congreso de los Diputados tampoco es un remanso de paz. Me encanta que los parlamentarios discutan: los votamos para que se peleen por nosotr os mientras nos tomamos unas cañas con los amigos. Pero se supone que no han de pelear por quién es más gallito, sino por nuestros sueldos, escuelas y hospitales.

¿Y la universidad? El escrache que les organizaron a Felipe González y Juan Luis Cebrián ha puesto de manifiesto algo que había ocurrido ya varias veces con anterioridad y que reconoció la rectora de la Autónoma de Barcelona en su discurso de apertura: en el entorno universitario, la rabia ya no siempre se convierte en diálogo. No tengo una opinión clara sobre los escraches. Sobre González, sí, no muy buena. Pero ¿la universidad no era, por encima de cualquier otro, el templo del diálogo y de la consecuente discrepancia?

Oigo a Pablo Iglesias defender el derecho de los estudiantes a protestar y lo suscribo, pero a continuación añade: «Aunque yo no comparta las formas». Y ahí es donde suena la alarma. No hay una protesta pacífica a la que se superponen unas formas violentas. Las formas son la protesta; si aquellas son violentas, esta lo es también.

Es probable que entre el público que pensaba aquel día asistir a la conferencia de González y Cebrián hubiera algún alumno con una lista de preguntas incómodas, dispuesto incluso a afearles parte de su historial político o periodístico, a desafiarlos intelectualmente. Si era así, se vio tan silenciado como los propios conferenciantes. La libertad de expresión se defiende mucho mejor cuando afecta a quienes piensan lo contrario de uno.

Otra cosa es el uso que hagamos de ella, la insoportable cantidad de ruido que seamos capaces de generar sin soltar una sola idea. Es el contexto perfecto para el mandato del gran tótem, el plasma sagrado, el aparato que preside nuestras comidas y nuestros reposos mientras alimenta sin cesar la confusión entre información y espectáculo. Sueltan hombres contra mujeres, derechas contra izquierdas, periodistillas contra famosillos, como soltaban en los circos de Roma leones contra cristianos.

No tienen, de momento, más arma que sus palabras altisonantes, pero las llevan todas ellas bien afiladas. Cuanto más, mejor. Y la audiencia aplaude sin saber que está plantada en medio del paso de cebra y que ese vehículo tan ruidoso no tiene ninguna intención de frenar.