A uno le gustaría inaugurar el curso con una columna optimista, vital y desenfadada. Pero el presente no deja demasiado margen para bromas. Habrá quien arguya que el humor nunca está de más, que hoy es más necesario que nunca. Y no le faltará razón. Pero es complicado inspirar sonrisas mientras que el enconamiento, los viejos odios, y los enfrentamientos entre hermanos resucitan con la virulencia y la bilis de tiempos pretéritos. Y discúlpenme si no reconozco nada hiperbólico en mis palabras. Pero algunos hechos recientes dejan poco espacio para la exageración.

Las excusas para el conflicto se presentan, una vez más, amasadas por gobernantes, adláteres, y por ciertos medios, informadores y comentaristas que renuncian a las nobles esencias del oficio para ejercer de altavoces acríticos, de meras cajas de resonancia de un mundo cada vez más carente de valores. Así es como los primeros, quienes deberían dirigir el destino de nuestro país, y sus regiones, por la senda de la concordia y la prosperidad, azuzan, irresponsablemente, a las masas, y prenden la mecha de la indignación para despertar llamaradas que, de no ser por ellos, y por sus cómplices necesarios, no habrían vuelto a prender.

Y mientras tanto, la tercera España, la crítica, lúcida, tolerante y plural, esa España de la que nunca se habla, la heredera de quienes padecieron los envites de unos y otros, la que se vio presa del fuego cruzado, la que condena los crímenes que todos cometieron, la que repudia a quienes alzaban la palma de la mano y a quienes levantaban el puño, la que recela de los ‘ismos’ más extremistas, está de nuevo (y cada día más) huérfana.

Y esa orfandad, y el hastío que sienten los que nunca se han identificado con bando alguno, son síntomas inequívocos de que la nación está siendo empujada hacia una ciénaga en la que el aroma a azufre es asfixiante. Por eso, o se recupera la cordura pronto, o todos acabaremos sufriendo las consecuencias de una ficción perversa que puede tornar en trágica realidad. *Diplomado en Magisterio