Caminar y escuchar la alondra es lo más cercano al paraíso que se me ocurre en estos días, en los que rebrota, más que un virus, una sensación de niebla que engulle todo el mapa. Píramo y Tisbe han muerto para siempre en este mar de fuego donde naufraga el corazón. Ojalá hubieran dibujado España allá en los ventisqueros, donde viven los silencios, los fríos, las aguas y las piedras. Allí donde el reino del aire. Pero es verano y España está desnuda, con todas sus cicatrices expuestas al salitre. España sin oriflama.

Ya me gustaría ser de los que <<se hacen Venecias>>... como dice una sátira de Quevedo. Viajar sin más pretensión que el extrañamiento, lejos de Madrid donde todo apunta maneras de marzo: los balcones mecen de nuevo al viento sus banderas, banderitas que parecen pañuelos, ponchos deshilachados, pareos que ondean su tristeza de destierro, galopando los geranios del alma, entre toallas de playa y estrellas de mar.

Y es que a España le ha sorprendido el ostracismo real en chanclas, y enseguida una corona de carcajadas ha hecho nido en la pajarera de Twetter, como corresponde a este sentir melifluo en el que resistimos pandemias a borbotones y en el que un gran porcentaje de españoles parecen querer vivir.

Decía Neruda que Uruguay es palabra de pájaro, idioma del agua, sílaba de una cascada, voz de las frutas, el pan de la mesa en América. Un canto de amor que a mí no me nace hacia mi país en estos días; por contra, a mí me parece que España suena a pañoleta, a espada o espoleta, letrucas de revista y peluquería, espeto y chacinería, páramo y tropa...

España, señora de los dolores, cuarto de sacristía, ramaje pisoteado de laureles, amasijo maltrecho de lealtades y cofradías. Tiro de pichón.

España sobrecogida que hace chuflas de sí misma. Chistosa y lastimosa. España a regañadientes. España malherida, sufriente pero a la vez veraneante.

España dinamitada, partida, dividida y divorciada. Media España contra su mitad enfrentada. Mi España sin oriflama. Sin fiesta ni verbena. Sin bandas sonoras y municipales en las plazas.

La Historia se ha sacudido el aburrimiento de un manotazo y ha decidido que todo cuanto tenga que pasar suceda en este punto y hora. En esta hora y estación esperó para siempre Penélope. No bastaba con el asedio de un virus, la Historia quería más. Más drama, más muerte, más calaveras y destierros, más viento de guerra, más carbón y menos rocío. Más Hiroshima. ¡Más!

Por más que busco no sé dónde he puesto la caja de los días felices. Ese perfume de edición limitada que ya no se fabrica.

Espanta comprobar la tenacidad del mal.

Aquí están conmigo los rudimentos del desconcierto para violín en Re mayor. Hasta mi orilla han llegado los restos del hastío y una oceánica desgana por el ejercicio de la verdad. España ve partir al que fue su rey desde la tumbona sin más gesto que el de troncharse de risa por los chistes que corren por la red. La España de la camiseta y la chancleta se apodera de la España que aspira al libro y al camino, al debate y la sal de las palabras.

Entristece ver cómo día a día llegamos a considerar verdades absolutas, aquellos trazos o garabatos esbozados en titulares sin más profundidad que la de un graffiti hecho en las paredes clandestinas de la noche. A cualquier percha con siglas le encomendamos la salvación de la patria y la altura de nuestras hechuras sociales. Pero es un hecho, muy lamentable por cierto, que ni un sólo partido político actual parece capacitado para llevarnos a la tierra prometida. Siento decir que ¡ustedes, nunca serán como todo el mundo!

Ustedes también, algún día, atravesarán las dunas por donde vaga Don Juan Carlos I. Porque sepan que sólo hay dos tipos de personas: las magnánimas y las demás.