TEts una pena que Alemania busque 1.300.000 españoles para cubrir los puestos de trabajo que tiene vacantes. La pena es que busque tan pocos: si Angela Merkel pudiera ofrecernos 45 millones de empleos, se acabarían nuestros males. Adiós a la crisis, adiós al paro, adiós a esta sufrida España. Muerto el perro, se acabó la rabia.

Me he aficionado últimamente a esos programas televisivos que nos informan cada noche de las condiciones de vida de los españoles en el mundo. Durante estos ilustrativos viajes desde el cómodo sofá uno aprende una lección agridulce: que al españolito de a pie le va bien en cualquier lugar del planeta que no se llame España. Los entrevistados parecen felices de trabajar como médicos, músicos, actores o camareros en países como Finlandia, Estados Unidos, Colombia o China. El mensaje de estos nuevos conquistadores es claro y alentador: un español triunfa allá a donde va, y si no triunfa al menos es feliz, que no es poco.

España, sin embargo, se nos atraganta. Nos cuesta sangre y sudor sobrevivir en un país que está poblado de españoles. España es una nación de indignados con un mal incurable: su obstinada querencia, pese a todo, a la tierra que los vio nacer. Mejor estaríamos en Alemania, que ha sabido construir día a día aquello que con tanto tesón destruimos nosotros: puestos de trabajo y credibilidad. A España le fallan algo más que los políticos: le fallan los españoles.

Sí, definitivamente deberíamos preparar las maletas y marcharnos todos a hacer las Américas (o las Europas) para convertirnos en esos felices españoles en el mundo que, ajenos a la crisis, sonríen en la tele.