El viernes pasado viví un espejismo. Empezó la temporada de la OEx, en Cáceres, aunque con retraso respecto a Badajoz, pues la programación de la Orquesta de Extremadura para nuestra ciudad cuenta con menos conciertos que la pacense y no parece que haya intención por parte de la institución de explicar la razón de este agravio comparativo, porque lo es.

Sin embargo, el espectáculo fue de gran calidad, como suele. Además llovía por fin, hacía bastante fresco y parecía que un viento perlado de gotas y un frente frío inauguraba el otoño para nosotros.

El nuevo escenario de las citas musicales va a ser el Auditorio, cosa que, en principio, causó sorpresa entre los acostumbrados al emblemático Gran Teatro, que, situado en el centro de la ciudad y cercado de numerosos restaurantes y lugares de ocio, facilitaba luego completar con cena y copas la noche del viernes.

La cita cultural y artística se desplaza a un barrio menos céntrico donde parece más difícil encontrar un buen establecimiento de restauración.

Aunque también los hay y merecen la pena. De ahí la oportunidad que se abre de dinamizar a fuerza de cultura zonas menos turísticas de Cáceres y optimizar el uso de un edificio importante que ha estado hasta ahora bastante infrautilizado, pese a haber disfrutado o exigido grandes inversiones.

La verdad es que la noche era un éxito. Aunque los programas de mano resultaron algo cutres y tal vez exigirían mayor atención y documentación, tras habernos hurtado la Revolución Francesa, la conmemoración de la crisis del 29 con el concierto para viola de Walton en magnífica ejecución de Joaquín Riquelme, así como la sinfonía número 4 de Tchaikovski, dirigidos por el director de la joven Orquesta de Extremadura, A. Salado, sonaron estupendamente para mis profanos oídos.

El marco, tal vez más aséptico que el Gran Teatro, para algunos más frío y en exceso funcional, se reveló elegante, moderno, apropiado y con un toque de minimalismo en contraste con la pasión y el entusiasmo que derrocharon los músicos.

Y a nosotros se nos olvidó Cataluña y hablamos de todo menos de política.

En efecto, fue un espejismo y por un momento acunados por la lluvia y el frescor olvidamos el 155 y la crisis y espantamos la angustia.

Como si algún viento o alguna corriente de arte y belleza pudiera tener efectos balsámicos y acabar con el desconcierto, la sinrazón, la chulería y la torpeza fabricada con desencuentros y terquedad.

Al día siguiente ya no llovía. Y el tren extremeño se averió tres veces.