Sin duda estamos en tiempos de espejismos. El fin de semana de este Carnaval sin comparsas, sin chirigotas, sin desfile, sin Pero-palo, sin nada que llevarse a estos ojos ávidos de devorar colorido, ha sido un ensueño envuelto en brumas. Se levanta el confinamiento perimetral y el sol del invierno anima a los ciudadanos a salir a las calles. Eso sí, con mascarilla, distancia social y litros de gel hidroalcohólico entre las manos.

En mi paseo dominical por los soberbios alcázares del Mercadona de Casa Plata he visto a los fanáticos del deporte en bicicleta, en patines, o a pierna desnuda recorrer las anchas avenidas en dirección al ferial. En el campo, bajo ese calorcillo que solo lo proporciona el astro-rey de febrero, pastan las ovejas y un jinete cabalga un percherón como trasunto de una primavera que se intuye y no llega. Frente a los columpios clausurados se arremolinaban los niños, que jugaban ajenos a este torbellino de dolor en el que vivimos insertos.

Y este espejismo tiene también sus ilusiones acústicas. Urracas, mirlos, abubillas, jilgueros y cogutas inician los rituales de un apareamiento que pronto llegará inexorable, como ese verdor que inunda la tierra gracias a regatos improvisados y llena los campos de flores amarillas como las manos de Dios. A veces pienso si habrá otros planetas tan hermosos como éste, con tanta naturaleza, con tanta vida asomándose en cada resquicio. Pero, me temo que todo ha sido producto de una ilusión, un trampantojo elaborado por nuestro cerebro. Durante unos minutos creí volver a la normalidad, o a lo que pensábamos que era normal.

Cuando llego a casa, me quito la mascarilla con un quebranto interior que nos esforzamos en anestesiar. Me lavo las manos y veo cómo la vida se escapa por el sumidero. Refrán: Febrero febrerín, el más corto y el más ruin.