Aquel tipo entró en la oficina de Correos con la mirada perdida, quizá porque todavía era demasiado temprano o, simplemente, porque se había acostumbrado a vivir así. Me sorprendió verle tan descuidado, con tan poca autoestima. Los pies, con chancletas de verano y los calcetines sucios; la ropa, con ese brillo perdido de llevar semanas sin lavar, y el pelo, recogido en una coleta para ocultar lo que me pareció suciedad a simple vista.

Me ocurre a veces que lo que observo en unos como desaliño, en otros ya me parece descuido y, lo que es peor, el abandono cuando descubro lo importante que es quererse a uno mismo. O respetarse, qué más da... El aspecto de los otros condiciona nuestra manera de mirar, de asomarnos a la realidad que nos rodea. Sí, tanto para lo bueno como para lo malo, aunque me reconozco ignorante cuando intento descifrar a quienes tengo enfrente solo por su indumentaria. ¿Qué habrá ocurrido en la vida del hombre de Correos para mostrarse así a los demás? ¿Cuánta búsqueda de afecto hay en los zapatos tan bonitos de la chica del banco que me cruzo cada mañana camino de la oficina? ¿Y en las corbatas de domingo que sirven para diario?

Confieso que me miro poco a los espejos, no por miedo a descubrir nada extraordinario: sencillamente me parece que nunca muestran lo que somos. No les hablo de metafísica ni de introspección. Quizá por eso me pareció curioso comprobar qué sensaciones hubieran tenido los protagonistas de esta historia si al salir de la oficina de Correos las puertas hubieran sido espejos, si la acera se hubiera convertido en lo mismo al paso de la chica del banco o si, por una vez, yo tuviera como reflejo mi propia cara tras otro madrugón. Me pregunto cuántas veces más tendré la oportunidad de volver a comprobarlo.