Son demasiados frentes abiertos para considerar que el Estado de derecho tiene una existencia real, no vicaria de las conveniencias de cada partido. Coincide en el tiempo el descrédito del Tribunal Constitucional con la falta de reconocimiento de sus resoluciones. Si hay una piedra angular sobre la que debiera pivotar el Estado de derecho es el Constitucional. Ahora que está dividido e incapaz de formular una sentencia sobre el Estatuto catalán en tiempo y forma, quienes se sienten disconformes con lo que se espera anuncian una rebelión para repudiar la sentencia. Aducen que lo que se votó en referendo no debe modificarlo el Constitucional. Pero, entonces, ¿por qué existe y se reconoce una institución que es el árbitro último para encajar las leyes en la Constitución, incluso las orgánicas y las que se someten a referendo antes de entrar en vigor? El tema no es menor, porque indicaría que las reglas de juego que garantizan el funcionamiento del sistema solo se aceptan cuando convienen. Y en esa dialéctica están inmersos desde el PP hasta los partidos catalanes, pasando por Batasuna. Ninguno está dispuesto a sufrir un revés. También en la práctica cotidiana el Estado de derecho carece del respeto del PP, que sostiene que en España el Estado puede ser utilizado para perseguir un partido y niega la existencia de controles y garantías para prevalecer contra cualquier tentación bastarda de utilizar las instituciones al margen de la legalidad. ¿No dice lo mismo Batasuna? Los escándalos promovidos por el PP, desde la teoría de la conspiración del 11-M a la supuesta trama de espionaje, han tenido su culminación al considerar que la investigación sobre la corrupción de Gürtel es solo un montaje del Gobierno de Zapatero para hacer desaparecer a la oposición. No le bastan nueve sentencias del Supremo para admitir el control judicial sobre las escuchas como garantía para todos. No puede pasar mucho tiempo sin un gran pacto de refundación del Estado de derecho en el que las instituciones no puedan ser cotidianamente puestas en entredicho. O los pilares de la democracia no fraguarán jamás.