La existencia de barcos-cárcel en aguas del Océano Indico, concretamente en las inmediaciones de la isla de Diego García, --un territorio con una curiosa situación de soberanía, pues se encuentra bajo bandera británica, pero que el Reino Unido comparte con Estados Unidos como base militar--, deja en muy mal lugar el respeto por el derecho internacional y por el principio de legalidad que rige en ambos países, el cual incluye, como no podía ser de otro modo puesto que es una de las formalidades jurídicas de cualquier régimen que se diga democrático, la custodia judicial de los detenidos.

Ni que decir tiene que con estas revelaciones, las garantías dadas por el presidente George Bush en el año 2006, y relativas a que su país había puesto fin a estas prácticas, han quedado en agua de borrajas después de las informaciones recogidas por la oenegé Reprieve y difundidas ayer por el periódico liberal británico The Guardian. No solo se mantienen esa prácticas, sino que se completan con la entrega de estos detenidos, al margen de toda norma, a las autoridades de terceros países que se distinguen por su frecuente desprecio por los derechos humanos --como es el caso de Marruecos, Siria, Jordania, Egipto-- o entran de lleno en la categoría de estados fallidos, como Somalia, sometidos a las arbitrariedades de los señores de la guerra y de los piratas.

Mientras la comunidad académica de Estados Unidos y del Reino Unido y la mayoría de sus jueces insisten en que la exigencia de seguridad y la lucha contra el terrorismo global no excluyen el respeto por el habeas corpus y las leyes procesales, los teóricos de la utopía reaccionaria siguen al frente de las operaciones más oscuras y que ponen en entredicho la solvencia democrática de los gobiernos que las practican.

Los limbos legales de Guantánamo, de las cárceles secretas en países del Este europeo, de los barcos-prisión y de otras modalidades de represión fuera de todo control jurisdiccional forman parte de un todo: el recorte en nombre de la seguridad del sistema de libertades característico de las democracias avanzadas. Una contradicción en sus términos, porque nada hay menos seguro que la ausencia de libertad.

El propósito del premier británico Gordon Brown --por otro lado en sus horas más bajas en credibilidad y confianza hacia él de los ciudadanos -- de ampliar a 42 días --ahora son 28-- la detención sin cargos de los sospechosos de terrorismo, so pretexto de "proteger la seguridad de todos y las libertades de cada uno", abunda en este principio. Y, al hacerlo, no solo consagra una situación excepcional, sino que amenaza con contaminar el comportamiento de los estados europeos, hasta ahora reacios por lo general a los atajos legales. Unos atajos, por cierto, que han dado pie en la campaña electoral de EEUU a la entera revisión de la prédica neocon en este campo después del 11-S, cuando la Casa Blanca utilizó la conmoción social por la tragedia para justificar la seguridad sin cortapisas.