WAw l abandonar el costoso proyecto de instalar un escudo antimisiles en Polonia y la República Checa, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, adopta la decisión estratégica más importante desde que asumió la presidencia, justificada tecnológica y militarmente, pero llamada a producir fuertes discrepancias políticas. El despliegue de misiles interceptores que aún no se habían probado estaba concebido teóricamente para destruir otros de largo alcance de los que Irán carece. Espoleado por la crisis económica, resulta lógico que el Pentágono busque otros ingenios para contrarrestar los de alcance medio, que ya existen en el arsenal iraní, pero la pertinencia teórica y práctica de la opción, aplaudida por los militares norteamericanos, suscita una dura controversia por afectar a las relaciones con Rusia y con los países que hace 20 años fueron liberados del yugo soviético.

El Kremlin y sus vecinos estaban paradójicamente de acuerdo en que el escudo estaba dirigido contra las ambiciones neoimperiales de la Rusia de Putin, lo que explica tanto la satisfacción de este cuanto el aparente desconcierto de Varsovia, Praga o Kiev, víctimas históricas del apaciguamiento. Al anunciar el viraje coincidiendo con el 70º aniversario de la invasión soviética de Polonia, Obama y sus consejeros añaden a la decisión unilateral arriesgada un menosprecio gratuito de los sentimientos de sus aliados más fieles de la llamada nueva Europa. Las reacciones son positivas, por el contrario, en Europa occidental, especialmente en Alemania, en la esperanza de llegar a una asociación con Rusia, a través de la OTAN, que garantice la seguridad de todo el continente y propicie la buena marcha de los negocios.

Solo la derecha ideológica norteamericana y los fabricantes de armas sofisticadas tenían algo que ganar con el escudo ahora enterrado, pero la amenaza nuclear de Irán y la historia atormentada de Europa demandan algunas garantías para el aplauso final. La integridad territorial de Georgia o la libertad de Ucrania para incorporarse a la OTAN no pueden depender del permiso del Kremlin o de los intereses geoestratégicos de Washington. Si Obama espera que Rusia se aplaque y colabore para frenar las ambiciones nucleares de los ayatolás, muchos europeos que viven más allá del Elba desearían alguna fianza de que EE UU y sus aliados no tolerarán un nuevo Yalta que divida al continente en zonas de influencia como en 1945.