Al final, resulta que, tanto las elecciones catalanas, cuya campaña comenzó oficialmente a medianoche del domingo, como las negociaciones para el debate parlamentario en torno a los Presupuestos para 2007, o como los resultados de los sondeos que proliferan estos días en torno a intenciones de voto en elecciones futuras, están fuertemente condicionados por la marcha de los asuntos económicos. Y la economía, dicen todos los indicadores, marcha endiabladamente bien. Con todas las cautelas y prevenciones de futuro que usted quiera, pero lo cierto es que el dinamismo que muestra la economía española, enmarcado en el dinamismo general de la economía occidental, es, simplemente, brutal. Y ya no es justa la acusación que se hacía a la economía española en el sentido de que dependía exclusivamente del ladrillo y la paella, es decir, del boom algo artificioso de la construcción y del turismo.

Y eso se percibe en las conversaciones de café y de restaurante, en los desayunos políticos tan frecuentes en Madrid, en los que puede verse a los satisfechos grandes empresarios en busca de ver y que les vean: por allí pululan frecuentemente Florentino Pérez, Luis del Rivero, Juan Miguel Villar Mir, José Manuel Entrecanales el joven y, en ocasiones, Antonio Brufau o los presidentes de grandes empresas internacionales. Todos los citados están en las columnas de la rumorología, que hablan de opas posibles, de compras y ventas en grandes bancos, que insisten en la voracidad de constructoras por las eléctricas --ya no saben dónde meter el dinero--, o en los muchos que tienen puestos los ojos en el acero, en la gestión de aeropuertos internacionales.

Sucede que, de resultar efectiva la mitad de los intentos de opar, fusionar, comprar o vender que agitan como un viento huracanado las embravecidas bolsas españolas, el panorama económico de nuestro país habría sufrido tal vuelco que iba a resultar difícil recomponer las alianzas y las nóminas de la clase económicamente dirigente. Algo, bastante, va a ocurrir, sin que pueda precisarse a ciencia cierta --algo sí podemos imaginar-- quién se hará con quién y en qué términos. Ni, por supuesto, los efectos a medio y largo plazo que toda esta movida de los sectores más dinámicos de la economía pueda tener sobre el grado de bienestar de la población.

XTAMPOCOx resulta fácil determinar hasta qué punto el Gobierno de Zapatero , gran intervencionista desde las sombras en tiempos de hacerse con la Repsol de Cortina o de intentar repetir la hazaña con el BBVA de Francisco González , está ahora al tanto de todo lo que se cuece. Y no es que sea deseable el intervencionismo gubernamental --véase, si no, lo ocurrido con las opas sobre Endesa: un lamentable espectáculo del que el exministro de Industria, el hoy candidato Montilla , ha tenido mucha culpa--. Pero sí debería esperarse un cierto ordenamiento, de manera que la voracidad lógica de los empresarios no acabe redundando contra las ventajas de la competencia o en un empeoramiento de las condiciones de trabajo, del medio ambiente o de la calidad de vida de los ciudadanos.

España estalla por las costuras: ya no cabe en el traje, hasta recientemente acomodado, en el que se contenía. La demanda supera a la oferta, la capacidad de endeudamiento se multiplica y el crecimiento anual previsto sigue superando al de los países más ricos de la Unión Europea. Ni el panorama de las eléctricas, ni el de la banca, ni --por supuesto-- el de las boyantes constructoras va a ser el mismo dentro de apenas unos meses, si es que no dentro de unas semanas. Cuestión de tamaño, sin duda. Es un cambio imparable, en parte dictado por la globalización de la economía y por la era de prosperidad que vive toda Europa, para no hablar del permanente buen momento de los Estados Unidos y de la necesidad de hacer frente a ese gigante que ya ha despertado, China, con sus enormes exigencias de materias primas y sus grandes retos exportadores.

Lo que ocurre es que no acaba de verse que alguien independiente, tratando de ordenar la carrera loca, esté cabalgando el tigre, que a toda velocidad se adentra en la selva. Claro está que no hay que tener miedo al cambio. Excepto cuando el cambio, azuzado por deseos de rapiña, amenaza con ser algo parecido a un incontrolado caos. ¿Es este el caso?

*Periodista