Los marianistas avezados hemos aprendido a leer entre las misteriosas líneas de los discretos cambios que Rajoy va introduciendo en su discurso. Sus maneras se han matizado con el nuevo año. El depende ha sustituido al no a todo . Seguramente, ve traspasado el Rubicón de la ventaja demoscópica que hace inexorable su victoria. Las reformas, mejor que las paguen Zapatero y Rubalcaba , no vaya a ser que sigan pendientes cuando le toque gobernar.

Abona esta tesis el gancho sin miramientos al mentón de Alvarez-Cascos . Se la tenía guardada desde la catástrofe del Prestige. Mientras el señorito se iba de caza, nuestro héroe se pateaba los puertos de Galicia disculpándose. Si algo no perdonamos los gallegos es que alguien nos haga dar que hablar en el pueblo.

Cascos se va porque no le aceptan pulpo como animal de compañía, Aznar se aparta porque anda en sus negocios y la lideresa Aguirre canta bajito "algo se muere en el alma cuando un compañero de partido se va". El incidente asturiano ha revelado de nuevo la verdadera catadura de la supuesta derecha de los principios y valores, que tanto le afea su carácter más contemplativo. Con razón dice Rajoy estar ya en el futuro. Cascos se queda emplazando a los asturianos a echarse a la calle para exigirle que se presente.

Mientras el prisionero de la Moncloa pasea su desgracia por la soledad de esa cárcel sin muros ni barrotes que son los mercados, Rajoy se apresta a recorrer la última etapa del largo y tortuoso camino que puede llevarle a la Moncloa. Lo hace tras haber sobrevivido a la herencia herrumbrosa del aznarismo, a dos inesperadas derrotas electorales, al contraliderazgo de Esperanza Aguirre --para tantos entroncada directamente con Isabel la Católica --, a las crisis de ansiedad de un partido que no creía en él y al fuego cruzado de un batallón de demolición mediático que lo menosprecia. Se ha ganado un respeto.