Desde el inicio de los tiempos a los que hemos venido llamando "históricos", el manejo de los buriles, de los cálamos, de las plumas de ave o de las estilográficas - ya más cerca de nuestros días - para fijar estos tiempos en crónicas y relatos, se ha fijado siempre como tarea propia de los hombres. Elementos varones, que eran menos de la mitad de la Humanidad, y además solían tener una visión bastante sesgada de los acontecimientos. Incluso en la actualidad contemporánea la inmensa mayoría de los cronistas municipales, responsables de esta labor seleccionadora y fijadora de los acontecimientos locales, para que pasen a ser históricos, siguen siendo funcionarios masculinos, con las mismas limitaciones y defectos de sus antecesores.

No se puede negar que los ciudadanos hombres ven su mitad del mundo de una forma distinta a como la ven las mujeres. Desde los primeros momentos de la historia escrita los conceptos de unos y otras divergían notablemente; pero mientras los hombres disponían de tiempo libre para cazar, luchar unos con otros, afilar flechas y espadas y --en los pocos ratos libres-- escribir sus hazañas; sus compañeras mujeres debían cuidar a su prole, adecentar la cueva o la choza, sazonar y guisar alimentos para todos, arreglar la ropa, cultivar y cosechar los campos, fabricar cacharros de cerámica, curtir las pieles, tejer las fibras para abrigarse... etc.; si querían que sus maridos y compañeros estuviesen de buen humor y no las sometiesen a burdos castigos, por ser más débiles.

Así, al leer hoy aquellos relatos y aquellos acontecimientos, nos percatamos del inmenso predominio que tienen en ellos las batallas, las victorias, los asaltos a las murallas y castillos enemigos; las mortandades provocadas por aquellos "grandes hombres" que cifraban su gloria en la cantidad y calidad de los enemigos a los que habían cercenado la vida cuando eran jóvenes. Los faraones de Egipto; los reyes persas, los arcontes griegos o los emperadores romanos fueron gloriosos en la medida en que aniquilaron a gentes y poblaciones dentro y fuera de su país. También las creaciones literarias estaban a cargo de los hombres, y esto explica el predominio de "epopeyas", "cantares de gesta", "crónicas bélicas", "tragedias" y "dramas" de los que se nutre mayoritariamente esa Historia de la Literatura Universal; ya que solo en épocas muy recientes se aceptó como argumento la sensibilidad femenina en novelas y poemarios.

Safo de Lesbos fue una excepción muy peculiar, que no hace sino confirmar nuestras apreciaciones sobre la visión de los sexos. Igualmente, en el estrecho campo de la moralidad pública o de la ética personal se hizo sentir el predominio varonil --"machista" se dice hoy-- asignando virtudes distintas a cada uno de los géneros; y, en consecuencia, también vicios y pecados diferentes para niños y niñas, que eran mostrados y remarcados en las escuelas que discriminaban a unos de otras.

XLA MUJERx o la esposa perfecta debía ser virgen, retraída, hacendosa, sumisa y un poco mojigata. Debía permanecer en casa y "con la pata quebrá", solían decir antiguamente en los pueblos; pues sus ocupaciones fundamentales estaban en el estricto ámbito de la familia. "La mujer debe ser muy hacendosa", predicaban los párrocos rurales, ya que era parte de la "hacienda" de su marido.

El hombre, por el contrario, debe ser "muy macho", guerrero y valiente, emprendedor y dispuesto siempre a llevar a efecto empresas ruidosas y destructivas. Lo más curioso es que las grandes revoluciones de la Historia las iniciaron las mujeres y las aprovecharon y escribieron sus maridos. Los "sans coulottes" de París de 1789 eran mayoritariamente mujeres armadas de herramientas de trabajo y chillando "¡Liberté, Egalité, Fraternité!". Pero los Estados Generales que derrocaron a la Monarquía e implantaron la I República fueron de hombres, que acabaron por prohibir a sus colaboradoras votar o ser elegidas como autoridades. Las obreras de Chicago que murieron abrasadas por defender la igualdad en el trabajo, la jornada de ocho horas y unas condiciones similares para hombres y féminas; lo mismo que las "sufragistas" inglesas que exigieron el derecho al voto y la igualdad política, fueron las que ¡de verdad! dieron la auténtica dimensión de lo que debe ser una democracia.