La realidad política española, de momento, nos obliga a vivir en excepcionalidad permanente. Mejor aprender de ella. La crisis catalana es, si sabemos leerla, el hecho político más pedagógico de nuestra historia reciente. Durante los últimos días, con el choque definitivo entre la legalidad española (aplicación del artículo 155 de la Constitución) y el intento de creación ex novo de una legalidad catalana (declaración unilateral de independencia —DUI— en el Parlament), hemos asistido al clímax de uno de los mejores aprendizajes, en forma de antídoto, para una democracia: la esterilidad del extremismo político.

En este tema, la agenda política viene marcada desde hace una década por dos extremos. Uno, los independentistas, completamente fuera de la ley y sin legitimidad democrática mínima (la DUI está basada en un referendo en el que hubo quien votó hasta 4 veces). Otro, un Gobierno legitimado por el uso de la ley y obligado por su responsabilidad institucional, pero heredero de la denuncia del Estatut por el PP ante el TC en 2006, y la consiguiente política de tierra quemada respecto al nacionalismo catalán.

El efecto más grave de la polarización política es el desgarro social. No es fácil de objetivar en lo que se refiere a la sociedad civil (enfados familiares, distanciamientos emocionales, manifestaciones multitudinarias en defensa de ideas incompatibles...), pero es sencillo observar sus síntomas en los espacios políticos de representación: los partidos.

En el PDeCAT, durante las horas críticas, al menos dos de sus diputados anunciaron que dejaban el escaño y se daban de baja si Puigdemont convocaba elecciones; cuando se decidió aprobar la DUI, fue Santi Vila, consejero del Govern, quien dimitió. Es decir, que incluso en el partido impulsor del ‘procés’ el desgarro hacía incompatible la convivencia de unos compañeros con otros.

En el PSOE, una carta de algunos veteranos claramente posicionados en el apoyo cerrado al Gobierno del PP criticó el amago de reprobación a la vicepresidenta; días después, el PSOE decidió apoyar al PP en el uso del 155, y entonces fue Núria Parlón, alcaldesa de Santa Coloma de Gramanet, la que dimitió de la Ejecutiva Federal. Una vez más, compañeros del mismo partido se hacían incompatibles si el PSOE parecía alejarse de cualquiera de los extremos.

EN PODEMOS, también durante las horas críticas del debate entre la DUI y la aplicación del 155, Carolina Bescansa, una de las fundadoras del partido, criticó que Pablo Iglesias no tuviera un mensaje claro para todos los españoles. Desde otros fundadores hasta Podemos Andalucía, fueron varias las voces que se alinearon con esa crítica. También Alberto Garzón, coordinador federal de IU e integrado en Unidos Podemos, ha planteado diferencias durante estos meses.

Solo los partidos que se encuentran más cómodamente instalados en los extremos (PP y Ciudadanos, a un lado; ERC y las CUP, al otro) no han experimentado la tensión del desgarro o, al menos, no ha sido tan grave como para hacerse pública. Así pues, ¿qué produce el protagonismo de los extremismos en la agenda política? Una tendencia de ruptura social, con una enorme fuerza centrípeta, claramente evidenciada en los partidos políticos, que pone en riesgo el consenso social mínimo para la convivencia.

Se me discutirá que la definición de los extremos es relativa, pues siempre dependerá de dónde ubiquemos el centro. Diría, primero, que la percepción social suele ser casi unánime sobre dónde están los extremos, pues el criterio lo marca el consenso social tácito que nos hemos dado. Segundo, y más importante, hay un criterio que nunca falla: la unilateralidad.

En política, como en la vida, cuando uno es incapaz de llegar a acuerdos, en ocasiones ni siquiera capaz de hablar con el otro, tiene un problema. Eso hizo el PP cuando, en contra de un consenso muy amplio en Cataluña, denunció el Estatut en 2006; y eso han hecho ahora los independentistas con una DUI en contra de la mitad de la ciudadanía catalana. Los extremos políticos, en fin, son más bien antipolíticos. Son buenos para la guerra, pero no tanto para la paz.