He decidido no volver a quejarme, yo que soy un profesional de la queja. Más que de la queja: soy un profesional de la autocompasión, del «ay, mísero de mí, ay, infelice». Y desde siempre. Cuando niño, por niño. Cuando joven, por joven. Y ahora que ni niño ni joven, por todo lo contrario. Eso sí, nunca me he compadecido de mí en público, quiero decir ante los demás, aunque hoy lo reconozca públicamente (es distinto). Y no lo he hecho gracias a Lautréamont, que jamás se apiadó de sí mismo y dejó recado al respecto: «Si sois desdichados, no hace falta decírselo al lector». Ni al lector ni a nadie, se entiende. Sí, desde Lautréamont, que se autonombró conde para no cargar con la desdicha de ser Isidore Ducasse, he sido un profesional de la autocompasión en privado.

Y ahora que las cosas de la salud vienen como vienen (mientras usted lee, yo estoy en una cama de hospital, desde donde escribo, desde donde escribí ayer esto), me pregunto si tanto compadecerme de mí mismo durante tantos años ha servido para algo, cuando realmente no ha habido motivos, pues siempre he tenido (y tengo, ojo, que el hospital no es todavía tanatorio) todo lo que podía querer o necesitar, que no ha sido precisamente todo, en mi caso, sino más. Como es una pregunta para la que no tengo respuesta, ya que los sentimientos son incontestables y tienen su propia lógica, lo único que puedo hacer es renunciar a la autocompasión, o al menos intentarlo. Y reconocer asimismo que estoy compadeciéndome, sin parecerlo, pues anunciar que no volveré a hacerlo es ya hacerlo. Perdón.

Aunque acaba de cumplir diez años muerto, he aquí Ángel González: «Me arrepiento de tanta inútil queja, de tanta lamentación improcedente». Exacto. Durante años he sido un profesional de eso mismo. Pero sin quejarme nunca a nadie, repito, sin compadecerme públicamente. De mí a mí, o para mí. Y la decisión de renunciar ahora a serlo no es por la enfermedad, como podría concluir una lectura simplista. Aparte de ser una enfermedad banal, tampoco soy un timorato, coño. He decidido no quejarme más, ni compadecerme más, porque, sinceramente, ¿para qué?