WPw ese a la violencia endémica, las bombas y la intimidación, la mitad de los 15 millones de electores afganos acudieron a las urnas en un esperanzador ejercicio democrático ensombrecido por las denuncias de fraude y las perspectivas ciertas de la continuación de la guerra 30 años después de haber comenzado contra los soviéticos y 8 después de la primera derrota de los talibanes. El advenimiento de un sistema democrático estable y pacífico en un país misérrimo y tribalizado, que vive de los dólares de la guerra y de la producción de opio, no figura entre los pronósticos razonables. Las exorbitantes expectativas de unas elecciones con fuerte repercusión mediática no pueden cumplirse luego de que los insurgentes hayan mostrado su capacidad para extender el terror. La situación en Afganistán, vinculada con la de Pakistán, plantea graves dilemas no solo para Obama, comprometido desde su campaña electoral en un conflicto sin salida que suscita un creciente escepticismo cuando no un abrumador rechazo, sino también para la OTAN y su credibilidad como fuerza de intervención a escala global. Los acontecimientos en Afganistán contribuyen de manera decisiva a la destrucción de lo que queda de Pakistán, un Estado fallido en el que se mezclan de manera explosiva los militares golpistas, los servicios secretos infiltrados por el islamismo radical y el control de sus bombas nucleares. La derrota de los talibanes solo será imposible si Pakistán no deja de ser el santuario de la solidaridad étnica y religiosa.