Leí un artículo de José Luis Treviño sobre la aplicación de la biotecnología en el deporte. Me pareció magnífico. La pregunta inmediata que subyace es: ¿dónde está el límite del dopaje? Nadie se rasga las vestiduras si Tiger Woods se opera de miopía para mejorar su visión de larga distancia y que, combinada esta con su portentosa habilidad con los palos, coloca una bola a 200 metros. Y nadie se rasgó las vestiduras cuando Leo Messi recibió durante años inyecciones de hormonas del crecimiento para desarrollar una potencia muscular excepcional y que, combinado eso con su increíble control del balón, pueda driblar a seis contrarios y marcar por la escuadra. Pero todos nos escandalizamos si Lance Armstrong recibe hormonas de crecimiento sanguíneo (EPO) para tener más glóbulos rojos que lleven oxígeno a sus músculos y que, combinado esto con su legendaria capacidad de sufrimiento físico sobre una bicicleta, gane siete veces el Tour. Y cómo nos escandalizaríamos si, puestos a imaginar, Rafa Nadal se aplicara unas gotas nasales descongestivas que aumentaran su capacidad respiratoria, que, combinada con su descomunal fuerza con la raqueta, le mantuviera varios años como mejor jugador del mundo. ¿Serían todos unos tramposos, como le ha dicho la UCI a Alejandro Valverde? ¿Las correcciones de defectos o carencias, como los de Woods y Messi, sí están autorizadas y ellos no son, por tanto, tramposos? Alterar el cuerpo artificialmente forma parte del proceso de formación de cualquier deportista. Algunos extremos los tenemos claros (consumir cocaína para resistir el esfuerzo, por ejemplo), y la frontera legal quizá también es clara; basta leer la lista de sustancias prohibidas. Pero la frontera moral es muy estrecha.

Fernando Boatas **

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