Dramaturgo

Anda una vecina de Plasencia con un cabreo de tres pares de narices porque han vuelto a ponerle la estrella de Navidad, la que corona una torre, la que se enciende con bombillas de colores, boca abajo, señalando al suelo, torcida hacia la tierra terrenal que pisamos como diciendo: El único misterio que existe está ahí, en el suelo, no busquéis más . Tiene razón en cabrearse la vecina porque si empezamos poniendo las estrellas boca abajo, qué nos va a quedar de la poesía, de los mitos celestiales, de los arcanos mágicos, de las, ¿alegres?, tonadas navideñas y del anuncio de El Almendro, el único que me hace llorar frente al televisor (sin contar con la sintonía del Show de Flo cuya letra es de mi amigo Curro Velázquez).

Todas las estrellas del mundo deben brillar en estas fechas (salvo la de Compostela, Campo de Estrella, que está pringada con chapapote) y acercarnos a Belén (al de serrín y figuritas porque Belén, Belén, el de Palestina no está ni para que lo visite Arafat para la misa del Gallo) y con un brillo importante, luminosidad a tope, bombillas a reventar (salvo las que cobra Sevillana o Endesa que pueden arruinar a un ayuntamiento en un plis plas). Y no hay derecho a que coloquen las estrellas torcidas y apuntando al suelo como si amenazaran a los peatones. Las estrellas de Navidad deben apuntar al cielo (no como las de los agentes de la CIA que apuntan directamente a la cabeza de los elegidos para morir con su licencia para matar) y deben elevarnos hasta las nubes y dejarnos en las nubes, colgados de alegría y esperanza, con la sonrisa de aquéllos que viven y se desviven pensando en la dirección que deben tomar los astros. ¿O no, Joselito?