Cuando se propuso hacer del fútbol un deporte moderno, ajustado a las necesidades del siglo XXI, no tardaron ciertas voces discrepantes (entrenadores, futbolistas, comentaristas, periodistas deportivos, aficionados…) en alertarnos de que el VAR acabaría con la esencia del fútbol, que es, según estos, la polémica, o sea, debatir con pasión tras el partido si el árbitro se equivocó o no.

Para algunos la tecnología es asumible a la hora de averiguar si hay agua en la luna, a 384.400 km (como informó la NASA hace un par de días), pero les parece una aberración saber al instante si la pelota entró. Estas personas opinaban que llevar la aséptica justicia a las canchas acabaría con la diversión intrínseca del fútbol, que consiste, paradójicamente, en quejarse de las injusticias que cometen los árbitros cada fin de semana.

Pero los agoreros pueden dormir tranquilos: ni con VAR ni sin él se acaba la fiesta. El dudoso penalti pitado contra el Barça el pasado domingo, tras visualizarse en pantalla el agarrón de Lenglet a Ramos, no ha evitado el enfrentamiento entre las aficiones de ambos equipos: pese a que la imagen es nítida, donde unos ven un trapo otros ven una bandera.

El VAR, que venía a ayudar a los árbitros -y por ende al fútbol, ese deporte en el que es más fácil equivocarse que acertar-, no solo no emite una sentencia inapelable, justa, ajena a las emociones, sino que provoca, con la misma intensidad que antaño, el enfado de numerosos aficionados.

Este sistema ciertamente ha corregido numerosos errores (penaltis y goles que no lo fueron, fueras de juego mal pitados, exuberantes piscinazos de teatrales delanteros que en otra época hubieran obtenido su espurio premio), pero no puede ni debe corregir el factor humano. Somos lo que siempre hemos sido: emoción mal digerida, o, como dijo Jean-Paul Sartre, «una pasión inútil».

Y, aun así, que nos quiten lo bailao.

*Escritor