Nació con el don del escepticismo y la convicción de que el mundo era un asco. Y ese era todo su patrimonio.

Varias veces hablé con Yolanda y cada vez ofrecía menos ganas de vivir. Sobrevivía bebiendo vino y tomando el sol, no confiaba en nadie, ni siquiera en sí misma. Como animal herido se lamía las heridas y huía de todo aquel que pudiera hacerle daño, que éramos todos. Su salvación no era cuestión de humanidad, sino de leyes de caza.

Mientras Manuel la protegió (a su manera) fue viviendo, cuando él le faltó quedó a merced de las alimañas que somos, y de las inclemencias del tiempo: el meteorológico y el coyuntural, esta sociedad del bienestar que le proporcionaba comida de pobres, que ella escasamente probaba y cama de albergue de transeúntes que ella raramente calentaba.

El resto de sus horas las pasaba de aquí para allá, fumando un cigarrillo tras otro y con tragos de vino en cartón.

Fue muy guapa, nació en la cortesana Aranjuez, viajó por España de adicción en adicción y esa vida trashumante, de parque en parque, la fue determinando y deteriorando. Cuando se sentí débil se ingresaba en un centro hospitalario, cuando la recuperaban se marchaba de nuevo a la calle.

Era una chica de la calle, convencida de que nadie la quería, y por ello no podía quererse a sí misma.

En ese estado cualquier animal abandonado busca un amo que lo cuide. Ella mordía la mano que le daba de comer, ella acabó no estando en su sano juicio. Ella acabó muriéndose de soledad y de frío. Ella, eternamente Yolanda, culpaba a todos de su situación. Ella tenía toda la razón.

¿Y la culpa? La culpa la tenemos todos. Que Dios nos perdone, eternamente, Yolanda.PEDRO RODRIGUEZ. Cáceres