Entre otros otros asuntos polémicos (religión, escuela concertada...) en los que -en este país- chocan las políticas educativas de izquierdas y de derechas, está el de la «educación para la ciudadanía». Ya conocen la disputa. Desde la izquierda se afirma que la educación en ciertos valores amparados en la Constitución (igualdad, respeto al medio ambiente, rechazo a la discriminación por género, a la violencia, al racismo…) es imprescindible para la convivencia y para prevenir lacras como la corrupción, la desigualdad, la contaminación o el maltrato a las mujeres. Pero desde la derecha se replica afirmando que esa educación en valores degenera rápidamente en adoctrinamiento ideológico (en igualitarismo, ecologismo, feminismo, etc.). Además -se añade desde la derecha más liberal-, la educación en valores no debe estar en manos del Estado, sino de las familias o la sociedad civil.

¿Quién tiene razón aquí? En mi opinión la tiene la izquierda al creer que es el Estado el que debe proporcionar una educación básica en determinados valores comunes, ya que las familias u otras organizaciones sociales no pueden garantizar tal cosa (nada impide, por ejemplo, que una familia eduque a sus hijos en los valores del nazismo o en el desprecio a las mujeres, y la escuela ha de compensar ese riesgo). Pero también la tiene la derecha al temer, con razón, que la «educación para la ciudadanía» pueda degenerar en adoctrinamiento ideológico. De hecho, muchos profesores e instituciones educativas olvidan que la Constitución obliga a cosas como respetar el medio ambiente, rechazar la violencia no justificada o evitar la discriminación por género, pero no necesariamente a ser ecologista, pacifista o feminista.

¿Cómo evitar, pues, que una «educación para la ciudadanía» necesariamente impartida por el Estado no degenere en algo que la derecha pueda tildar (y con cierta razón) como un tipo de ‘catecismo laico’? Fácil. Con una herramienta útil, en general, para compensar todo adoctrinamiento ideológico en la escuela (o fuera de ella), ya venga de la educación para la ciudadanía, de la religión, o de cualquier otra materia (y todas, en un grado u otro -incluyendo a las ciencias-, imparten o parten de doctrinas supuestas como justas, santas o verdaderas). Esta herramienta que digo es el pensamiento crítico, es decir, el hábito de someter al más riguroso análisis racional el fundamento de todo lo que se nos expone o demuestra (incluyendo el modo mismo de demostrarlo).

Cuando se trata de educación para la ciudadanía, el pensamiento crítico que compete es el que proporciona la ética. Es común confundir la ética con la simple moralidad (comportarse «bien») o, aún peor, con una moralidad determinada (comportarse bien según los valores vigentes en una cultura determinada). Pero la ética no es eso. La ética es la disciplina filosófica que estudia (tal como un entomólogo estudia los insectos) los problemas morales, así como las diversas respuestas que ha dado el ser humano (en forma de distintos sistemas de valores) a tales problemas. La ética no nos dice lo que debemos hacer, sino que nos proporciona las herramientas conceptuales y argumentales -además del hábito analítico y crítico- para averiguarlo por nosotros mismos. Sin estas herramientas y hábitos somos pasto del adoctrinamiento (el que sea), especialmente de aquel que resulta más demagógico o seductor (que no es precisamente el que corresponde a la educación para la ciudadanía).

¿Quieren ustedes personas que, en lugar de aprenderse de memoria el catecismo de los valores cívicos, se convenzan de la validez de los mismos? ¿Quieren que nadie pueda decir que en la escuela se adoctrina (ni, según la derecha, en la educación para la ciudadanía, ni, según la izquierda, en la religión)? Pues que se ofrezca a todos los alumnos una sólida formación ética (independiente de toda educación en valores determinados). Si este gobierno lo hace (tal como le ha solicitado reciente y unanimemente el Congreso), tendremos la garantía de que nuestros alumnos sabrán escoger por sí mismos lo que les parezca más valioso, justo o racional. ¿Y no es esta, precisamente, la mayor virtud de un ciudadano?