Seguro que lo han visto por la tele o las redes. Es el anuncio de una conocida marca de muebles que se ha hecho viral estos días. No es más que otra versión publicitaria del típico (y ñoño) mensaje navideño acerca de la familia. Pero lo que da que pensar no es el mensaje en sí (necesariamente convencional y ajustado a un cierto tipo de consumidor), sino el hecho -reiterado- de que sea la publicidad la que se erija como principal transmisora de valores y modelos de conducta. Es curioso como mis soberbios paisanos, habitualmente tan reacios a «recibir lecciones morales de nadie», moqueen emocionados ante la regañina de IKEA sobre el poco caso que hacemos a la familia y el mucho que hacemos a los famosos, la tele o el móvil (irónicamente el anuncio se ha hecho famoso -que es de lo que se trataba- a través de la tele y el móvil).

Que la publicidad se ha erigido en guía moral de la sociedad es innegable. Los publicistas saben que, cubiertas las necesidades básicas, lo que más nos mueve son todas aquellas ideas, valores o expectativas que relacionamos con una vida digna y feliz. Una vez identificadas esas ideas, todo consiste en asociarlas al consumo de los productos o marcas apropiados. Una y otra cosa no tienen nada que ver pero, gracias a los creativos publicitarios, la gente acaba por creer que sí: «compra tal o cual perfume, automóvil, marca de móvil o mueble -te dicen- y probablemente disfrutarás de más amor, prestigio, talento, o armonía familiar…». La prueba de que la ilusión funciona está en la enorme cantidad de dinero que gastan en ella empresas o estados.

La publicidad se ha convertido así, de modo subrepticio, en educadora moral, eclipsando como vía de selección y transmisión de valores a la familia, la iglesia, la política o la escuela, y compitiendo en ello con la industria del entretenimiento (cuyos productos -programas de TV, vídeo-clips, cine comercial…-, adoptan a menudo el formato y el lenguaje publicitario, cuando no se convierten, ellos mismos, en un producto promocional más).

El mayor problema de todo esto es que la publicidad no solo es un medio de transmisión de valores extraordinariamente efectivo (por la eficacia que tiene de suyo y por el dinero que se invierte en él), sino también inmune a la crítica. En primer lugar porque, aunque su influencia es masiva, no está sujeto al mismo control que otras instancias que también procuran -más formalmente- una educación general (como la escuela). Y en segundo lugar porque el mensaje publicitario es tan omnipresente («respiramos» publicidad como decía Guérin) y su efecto psíquico tan polimorfo (emotivo, estético, moral y cognitivo a la vez) que resulta muy difícil de racionalizar. La publicidad no solo proporciona experiencias sensuales e intelectuales (placer, deseo, sorpresa, asociaciones ingeniosas), sino que también parece imbuida del aura sacra que desprende el bienestar material (proporcionando una imagen de ese paraíso en el que uno podría estar comprando indefinidamente), y hasta en ocasiones de la autoridad de la ciencia (los expertos -con sus batas blancas y su lenguaje aparentemente científico- son parte de la iconografía publicitaria).

Todo esto debería hacernos recapacitar sobre el grado de «privatización» de lo moral en las sociedades modernas, donde entre el bullicioso «supermercado» de valores que supone el liberalismo individualista y multicultural y el triste «estanco» de la moral pública se abre un abismo cada vez mayor y más peligroso. ¿Cómo subsanarlo? Siempre se alude a la educación para hacerlo. Pero esta se ve impotente frente a instancias tan poderosas como justamente son la publicidad o la industria del entretenimiento.

Una educación moral pública efectiva habría de fundarse, por ello, no solo en la seducción (en lo que le supera la publicidad), sino en formas complejas y rigurosas de convicción a las que la publicidad y los medios no llegan y bajo cuya lupa crítica se ven, además, expuestos. Estas formas complejas de convicción son las que procuran el pensamiento reflexivo y crítico y el diálogo racional. Solo una fundada educación ética podría salvar el abismo que amenaza con disgregarnos como sociedad.