Si digo que no me parece bien que una chica de dieciséis años se someta a un aborto, sin que sus padres lo sepan, soy un carca. Si me parece bien que se prohíba a ésa misma chica fumar en un sitio cerrado, soy un progre, fiel seguidor de las consignas de la ministra de Sanidad. Si opino que me parece mal que, por ley, se establezca el sexo que hayan de tener entre las piernas los componentes del consejo de administración de una sociedad privada, soy motejado de antifeminista, pero si abogo porque la escuela pública tenga más recursos económicos puedo ser tachado de izquierdista ortodoxo. Hay un etiquetado para no discurrir que clasifica personas y opiniones, no según principios éticos, sino según modas. La discriminación positiva de género, tan injusta como la costumbre coránica de que el testimonio de un hombre valga tanto como la testificación de dos mujeres, es una barbaridad que no tiene nada positivo porque la discriminación no es positiva, como la injusticia no es bondadosa, ni la parcialidad conveniente.

Desde que vinieran aquellas series americanas de televisión, de humor o pretendido humor, donde las risas ya venían grabadas para que el telespectador no tuviera que discurrir cuándo le hacía gracia el episodio y cuando no, la tendencia a simplificar la vida se extiende por toda la sociedad, en un ideal maniqueo, donde los de la peña somos los buenos y los demás gilipollas. Donde dice peña ponga el lector equipo de fútbol, partidos políticos, región o autonomía. El etiquetado evita la fatigosa tarera de reflexionar y de discurrir. La vida debe ser muy cómoda pensando que todos los hombres son machistas, todos los que piensan como nosotros inteligentes, y todos los que opinan lo contrario estúpidos. Sobre todo si tienes a mano un vademécum de etiquetas.