Hubo un tiempo en el que para adaptarse a Europa, a las normas de la ahora Unión Europea, España y los Estados que entonces se incorporaban, debían transitar por procesos internos de reforma en el orden político, económico, jurídico y hasta social. Europa apuntaba al siglo XXI y los postulantes estábamos inmersos, se presumía, en las inercias de mediados del XX.

Mucho antes, cuando el siglo XIX se apagaba y la iluminación de las fábricas mediante luces de gas permitió el trabajo nocturno en Gran Bretaña, primero, y en otros países después, el Estado, por primera vez, decide intervenir en el mercado para limitar las jornadas de catorce y aún dieciséis horas; en principio para los más débiles: mujeres y niños, y con resistencia, después, para los adultos.

En España, en los albores del siglo XX, en 1902, se fijó la jornada máxima en ocho horas diarias para los obreros del Estado, de diez horas en 1910 con carácter general, que se redujo a ocho en 1919, hasta llegar a las 40 horas semanales establecidas en 1983.

Para entonces, los países que integraban la Comunidad Europea, y como término medio, hacía tiempo que disfrutaban la clásica jornada semanal de cuarenta horas, cuarenta y ocho incluidas las extraordinarias.

En el argot popular, incluso, se había acuñado la expresión de "semana europea" (días de descanso incluidos).

XDESDE HACEx un tiempo, sin embargo, asistimos a una suerte de paradojas que es preciso desentrañar, explicar, incluso denunciar. Así, con el Reino Unido a la cabeza, otrora pionero en intervenir para disciplinar los excesos de la Revolución Industrial, con probabilidad Alemania y Austria y con seguridad nuevos Estados como Polonia, Chequia, Eslovaquia, Eslovenia participan en la Comisión Europea en la tarea de modificar la ordenación del tiempo de trabajo. Lo paradójico de esta reforma pretendida es que se hace en evitación del dumping social en el seno de la UE.

Es curioso, hubo una época, en la que a Europa, a la Unión Europea, debía acudirse desprovistos de las trabas no acordes con el acervo comunitario . Ahora debemos desacerbarnos por acomodarnos, si fuera preciso, a los nuevos Estados que disponen de jornadas máximas muy superiores a las comunes. El miedo a la huida de la inversión hacia estos países, acompañado de menores costes salariales, hace el resto.

Todo esto subyace en la regulación actual de ordenación del tiempo de trabajo mediante la Directiva 2003/88/CE con la aparente jornada máxima de 48 horas (incluidas extras) pero con cláusulas de descuelgue individual que la desactivan, y la pretendida reforma con cláusulas de descuelgue colectivas e individuales y ampliación hasta 65 horas semanales. La apelación al respeto de la seguridad y salud de los trabajadores como condiciones para la ampliación de jornada supone un desconocimiento de los orígenes y evolución del derecho del trabajo y todo un sarcasmo que pide a gritos se revele en estas fechas que ¿celebramos?, la Semana Europea de Seguridad y Salud en el Trabajo.

Hay que esperar, confiar y desear que el Parlamento Europeo no sólo no apruebe la reforma sino que elimine las cláusulas de descuelgue conduciendo a todos los estados en la senda de una jornada máxima común, porque Europa debe ser, siempre fue, la Europa del progreso. Recorrer el camino inverso supone trasladarnos en el túnel del tiempo al siglo XIX, solo que, ahora, disponemos de muchas más fuentes de energía que la luz de gas. No se apagarán los centros de trabajo pero los derechos sociales quedarán en la penumbra.