Las promesas electorales y los primeros mensajes transmitidos por Silvio Berlusconi anunciaron un endurecimiento en la política de inmigración del Gobierno italiano, situación que se agravó con diversos ataques xenófobos. Ante esta radicalización, se oyeron voces como la de la vicepresidenta española, Fernández de la Vega, advirtiendo del alejamiento italiano de las directrices europeas. Otras voces, tan preeminentes como la del alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos o la del Vaticano, a través del secretario del Consejo Pontificio para los Inmigrantes, han puesto el acento en la denuncia de la reforma jurídica anunciada por el Consejo de Ministros celebrado en Nápoles, que aboga por considerar delito penal la indocumentación de los inmigrantes. Ante el alud de críticas, los responsables del Ejecutivo transalpino se han apresurado a informar de que solo se trataba de un proyecto que aún debía pasar por el Parlamento, y el mismo Berlusconi, después de reunirse con Sarkozy (que coincide en buena parte de los postulados de su colega), ha matizado la medida, declarando que la clandestinidad podía ser un agravante, pero no un delito. Sus aliados de la Liga Norte, firmes partidarios de la mano dura, ya se han quejado amargamente.

Ante esta situación, con una cierta tirantez en las relaciones bilaterales entre España e Italia, el encuentro entre Zapatero y Berlusconi, con la excusa de la cumbre de la FAO, ha servido para rebajar la tensión y escenificar una cierta paz diplomática. La apuesta conjunta, más o menos sincera, es la de resolver el problema de la inmigración en el seno de la UE. Es el mínimo que se puede pedir hoy a la clase política europea.