En el cincuentenario de su tratado fundacional, firmado en Roma el 25 de marzo de 1957, la Comunidad Económica Europea, metamorfoseada en Unión Europea (UE), celebra un éxito económico y político sin precedentes en los anales diplomáticos del continente, por primera vez unificado y en paz, pero sus líderes observan con creciente inquietud los nubarrones que ensombrecen el futuro, según se desprende de la conciliadora Declaración de Berlín, una incitación a la reforma institucional y un recordatorio de los valores irrevocables y del acervo comunitario.

Libertad y solidaridad . Nacida como CEE en un continente desgarrado por la guerra fría y la descolonización, con una vocación federalizante, la empresa europeísta fue el punto de encuentro de las dos fuerzas hegemónicas, la democracia cristiana y la socialdemocracia, que la concibieron desde sus albores como una doble garantía contra el pasado alemán y el presente soviético. Medio siglo después, tras la revolución de 1989, la unificación de Alemania y el aparatoso hundimiento del bloque comunista, la UE puede enorgullecerse de haber clausurado varios siglos de guerras, tiranías, crueldad sin límites y muros físicos y psicológicos, para organizar un vasto espacio de libertad, solidaridad y progreso en el que conviven casi 500 millones de personas. Las dificultades actuales no deben oscurecer los logros.

Maastricht y el euro . Los pilares del edificio fueron reforzados mediante un impulso económico y político plasmado en el tratado de Maastricht (1992), que estableció el euro como moneda fiduciaria, descubrió la supranacionalidad y preconizó la política común exterior y de defensa. Pero el avance integrador aumentó las tradicionales reticencias de Gran Bretaña y sus aliados nórdicos, que siguen fuera de la zona euro. La Europa de los 27 vive una doble crisis de identidad y crecimiento, que se concreta en el destino incierto de la Constitución, rechazada por franceses y holandeses en el 2005, y el dilema de las fronteras, que afecta a Turquía, Rusia y los países integrantes de la URSS. Con Constitución o sin ella, la UE necesita nuevas normas que mejoren su funcionamiento antes de proseguir su marcha hacia el este. Y la cuestión de la arquitectura institucional agita la añeja contradicción entre el gran proyecto de la Europa federal, ya atisbado en el horizonte de los padres fundadores, y el menos ambicioso de una Europa invertebrada políticamente, un gran espacio de libre cambio y prosperidad, con menos cesiones de soberanía, según las pretensiones británicas y del euroescepticismo que se extiende como una mancha de aceite. Como subraya Jacques Delors, uno de los grandes actores del proceso, el marasmo que aqueja a la UE se debe a la ausencia de un proyecto capaz de ilusionar a los europeos en el camino de la unidad, la solidaridad y la autonomía en un escenario mundial cada vez más conflictivo y complejo. Cuando EEUU, la única superpotencia militar del mundo, demuestra su incapacidad para establecer un orden mundial más equilibrado y justo, resulta más urgente que nunca el gran designio de una Europa más ambiciosa que avance hacia la integración diplomática, militar y política, capaz de elaborar un discurso común sobre su identidad y sus objetivos. Preciso es reconocer que esa Europa no podrá fraguarse si no aborda el reto de la inmigración y resucita el dinamismo económico de sus años gloriosos. El débil crecimiento y un desempleo elevado y crónico, que tanto influyeron en el rechazo de la Constitución, son una rémora para el nuevo salto hacia delante.