En empezando, advierto: no voy a atacar las ensoñaciones nata y fresa del negocio americano en Europa. En una economía libre de mercado, cada cual es muy dueño de abrir el chiringuito que se le antoje y allá el público, juez y parte en su destino final. Y en la organización de una excursión para chavales de quince años, poco pesa mi opinión frente a la demanda general: ¿Cómo van a pasar una semana en París sin visitar Euro-Disney?

A veces tengo la sensación de ser un aguafiestas al obligarles a ver el Louvre, Versailles, Montmartre, Notre Dame y cosas así y estoy seguro de que un porcentaje nada despreciable de chavales firmaría, de entrada, por un paseo por la ciudad (en autocar, naturalmente), una subida a la Tour Eiffel y un bono por tres días en el parque temático americano. Afortunadamente, la ciudad, por sí misma, se encarga de convencerles de su equivocación y más de una lágrima se escapa al comenzar el camino de vuelta.

Pero si la visita más esperada para los chavales es la más aburrida para mí, este año ha sido doblemente penosa. Ya es indignante ver un parque de ocio y diversión vigilado por patrullas de soldados armados hasta los dientes o que una mochila depositada en la puerta de unos aseos se convierta casi en objetivo militar, pero, para nuestra desgracia, es otra consecuencia lógica de la barbaridad humana cometida en Palestina, Afganistán o Irak.

Lo que no puedo comprender ni aceptar es el criterio absolutamente mercantilista que preside Euro-Disney. Este año he tenido la suerte de llevar a un alumno que anda con dificultad y, en las visitas largas, necesita un medio para desplazarse. Tanto en el Museo del Louvre como en el Palacio de Versailles no he tenido más que dejar mi carné de identidad como fianza para conseguir una silla de ruedas. En Euro-Disney, no. Allí me han hecho entregar la tarjeta de crédito, la han pasado por la antigua bacaladera con una pequeña aportación de 150 euros y se han quedado con el original, por si no devolvía la silla; he tenido que rellenar un formulario con el carné por delante y, finalmente, me han cobrado seis euros por el alquiler.

¿Es ése el reflejo del amor del imperio Disney por los niños? ¿O corresponde a un criterio sui generis de selección del público: entra si eres alto, guapo, con ojos azules y un cuerpo cachas o, en su defecto, rico?

Y aún hubo más: tres compañeros, amigos como sólo saben ser los jóvenes, se lo llevaron por las distintas atracciones. En alguna de ellas, sólo permitían el paso de un acompañante hasta el lugar dispuesto para los discapacitados. ¿Tan peligroso es que cuatro chavales rían juntos? ¿Se puede negar la compañía de los amigos en un espectáculo cómico?

En un mundo de felicidad y fantasía, está claro que no se admiten problemas. La solidaridad no es más que sensiblería barata, apta sólo para argumento de esos dramones que tan a menudo larga la factoría Disney... cobrando, claro.

Al final, todo es lo mismo: dinero. ¡Valiente panda!

*Profesor