La distrofia muscular es una enfermedad hereditaria que destruye la masa muscular. La fase terminal se acerca cuando afecta al aparato respiratorio y anula sus funciones. Ocasiona un cuadro de asfixia que se palia con tratamientos mecánicos externos, hasta desembocar en una muerte angustiosa. Estamos viviendo el drama de una mujer de 51 años que lleva casi 10 encadenada a una máquina. Ha decidido, de forma serena y meditada, que los médicos la ayuden a morir dignamente. La irreversibilidad de su situación está asumida por todos los que la rodean, pero tiene dificultades para que su voluntad se cumpla. Ha decidido que 30 años de postración, impotencia y angustia vital superan las barreras que puede soportar un ser humano. No se resigna a perder su dignidad y su capacidad de decidir sobre su final.

El debate, una vez más, está abierto. Las sociedades que han dado pasos de gigante en muchas facetas de las relaciones entre los humanos todavía dudan sobre la posibilidad de atender las demandas de los que, sin haber perdido la consciencia y conservando íntegra su conciencia y libertad, suplican que alguien les libere de su esclavitud física y moral.

Algunos países (Holanda, Bélgica y otros), liberados de tabús paralizantes, consideran que la vida no es el don de un ser supremo, que, al parecer, se ha reservado en exclusiva la decisión última. Han afrontado legalmente los prejuicios y resistencias anclados en concepciones morales sin lógica ni racionalidad. Esto es anteponer los conceptos personales y morales, verdaderas dismorfias del espíritu, a seres indefensos, obligados a llegar al trance final bebiendo hasta la última gota del cáliz de la amargura. Su angustia es doble: la personal y la sensación de que la sociedad no le ayuda, sino que incluso desliza un reproche mal disimulado a su conducta, que califica de soberbia y despreciable a los ojos de un Creador que muchos pensamos que no puede ser tan cruel con sus criaturas. Nuestros valores democráticos nos llevan a ser respetuosos con las creencias religiosas; a cambio, solo pedimos que el pluralismo, como valor superior de nuestro ordenamiento jurídico, dé salida a cualquier decisión que proceda de la voluntad y libertad de un ser humano.

Poco a poco, el debate va calando en muchas sociedades, incluida la nuestra. Los recientes estatutos de autonomía, aprobados o en trance de tramitación, recogen de forma consensuada el derecho a una muerte digna, garantizando a todas las personas la posibilidad de vivir dignamente el proceso de su muerte. Esta decisión es dura y merece respeto. Se puede materializar en un testamento vital o, sin necesidad de este trámite, atender a los deseos de un ser humano que suplica que le liberen de un sufrimiento personal, intransferible a terceros.

Nuestros legisladores, de momento, no se deciden. Tendrán que hacerlo por coherencia con las reformas estatutarias. El paso congruente y definitivo es desarrollar por ley un proceso de acompañamiento de la persona hasta el final de su vida, respetando sus decisiones cuando la alternativa es la irremediable consumación de una muerte que no se merece ningún ser humano.

Aferrado a un pasado que no cabe en nuestra democracia, el Código Penal mantiene penas muy graves para el que induzca (no es este el caso) o coopere a lo que denomina el suicidio de otra persona. Normalmente, el suicidio es el resultado de una decisión emocional, repentina o meditada de quien no sabe o no puede hacer frente a los designios desfavorables de la vida. Como es lógico, el que lo consuma directa y voluntariamente no puede ser reprochado penalmente. Todavía residuos de esos guardianes de la moral se niegan a otorgarle el perdón si falla en su intento. Incluso si algún ultramontano sacerdote tirase de los cánones eclesiásticos podría negarse a enterrarlo en sagrado.

Nuestro legislador, buscando una fórmula pragmática que no le enfrente con una minoría intolerante, abre un pequeño resquicio para que la pena aplicable a los que cooperen en el llamado suicidio pueda ser reducida. El Código Penal establece un trato diferencial para quienes cooperen activamente, con actos necesarios y directos, en la muerte de otro. En principio se enfrentan a una pena básica que puede llegar, según los casos, hasta a 10 años de cárcel, rebajada sustancialmente si la víctima sufre una enfermedad grave que conduciría necesariamente a la muerte o que produciría grave sufrimiento permanente y difícil de soportar.

Mantenerse anclado e indiferente en esta postura contradice el reconocimiento legal del derecho a una muerte digna. Es hora de ajustarse a los valores de la libertad y dignidad del ser humano, con tanta cautela como se quiera, e introducirlos en la ley. La distrofia muscular no puede agravarse con la distrofia moral y ética de los que se han erigido en seres superiores a sus conciudadanos, otorgándose el derecho a decidir sobre sus íntimas decisiones. La medicina tiene soluciones que son normales en casos así. Los profesionales conscientes de estos valores deben actuar de forma civilizada e inteligente, retirando el respirador de modo que se pueda facilitar el tránsito final de un ser humano que suplica ayuda para internarse en el más allá sin perder su dignidad ni soportar sufrimiento innecesario.

*Magistrado emérito del Tribunal Supremo