En su novela La razón del mal, Rafael Argullol nos sitúa en una ciudad ficticia en la que cunde una extraña epidemia: sus habitantes «pierden el apetito existencial», hasta el punto de que dejan de hablar y comer, vagan por las calles con la mirada vacía, y han de ser internados en el hospital, para ser alimentados por suero intravenoso y observados por unos psiquiatras que no saben qué hacer. Estas personas comienzan a ser llamadas «los exánimes» y su existencia es al principio negada por las autoridades, por poner en cuestión todo el funcionamiento de la sociedad.

Pero hay lugares donde la poca ánima y poco ánimo son lo habitual, donde las almas en calma se dejan llevar, con la mentalidad del «que sea lo que Dios quiera», típica del Islam (In š?? All?h) y que debe provenir en parte de esa religión. En parte, porque ya el geógrafo griego Estrabón, en el siglo I d.C., al hablar de los vetones, pueblo celta asentado en la actual provincia de Cáceres, contaba que estos, al ver una vez a unos legionarios romanos «ir y venir en la guardia como paseándose, creyeron que se habían vuelto locos, pues no concebían otra actitud que la de estar tranquilamente sentados o peleando». De esos vetones descendemos y así, no extraña esa mansedumbre con la que gusta pasar la vida sentados (sea en la oficina despachando papeles con parsimonia o en la terraza tomando unas cañitas) para pelear o indignarse en momentos muy esporádicos.

Recordando José Moreno Villa las dos décadas prodigiosas de la cultura en España (1916-1936), se decía: «¡Qué maravilla! Durante veinte años he sentido ese ritmo emulativo y he dicho: ¡Así vale la pena vivir! Un centenar de personas de primer orden trabajando con la máxima ilusión. ¿Qué más puede pedir un país?» En nuestra ciudad también hubo una época (los años de la «movida cacereña», los inicios de la universidad), donde muchas personas trabajaron con ilusión para hacer, de lo que había sido un hermoso poblachón olvidado, una segunda Salamanca o algo más grande todavía. Desde la universidad, los profesores más activos organizaban congresos y tertulias abiertas, e impulsaban revistas (Residencia, Gálibo, Sub Rosa) sin punto de comparación con las de ahora. Una época que daba sus últimos coletazos en mi época de estudiante (años del botellón, del Cáceres en la ACB) y que, tras el largo y devastador reinado de Saponi, se extinguió del todo cuando la ciudad fue eliminada en la primera ronda para capital europea de la cultura. A partir de entonces, casi todos tiraron la toalla, como empeñados en dar la razón a un jurado más que discutible.

Hoy, no solo Cáceres no es un referente cultural europeo, sino que da vergüenza compararla con Badajoz o Plasencia. En lo económico, la gente sigue con un tran-tran cansino y cualquier iniciativa innovadora tiene los días contados. Desde luego, «aquí se vive muy bien» o al menos muy cómodo, si se tienen rentas o se es funcionario, mientras el resto puede elegir entre paro, precariedad o emigración. En lo cultural, ahí siguen, los mismos de siempre, rumiando y rimando las mismas cantinelas que aburren a las ovejas pero no a las viejas y viejos conocidos que les llevan aplaudiendo décadas. Los establos del establishment que, como los de Augías, habrá que airear un día. En fin, las cigüeñas, desde lo alto, ¿qué pensarán sobre los vetones de ahora?