Mi padre me decía, entiendo que a modo de halago, que yo era algo excéntrico. Como me conocía tan bien, le miraba y callaba sabiéndome descubierto. Hasta aquí, nada raro, excepto que me sigue ocurriendo a veces. Y debo reconocer que con frecuencia. No, no, mis locuras son transitorias y se limitan a patear calles hasta la extenuación, no sin la certeza de que, tarde o temprano, terminaré por expiar mis culpas en casa con el dulce castigo de una resaca y vuelta a empezar. ¿Se han preguntado alguna vez cuál es su mayor excentricidad? Pues háganlo y se darán cuenta de que seguro que alguna tienen.

Como me gusta dar ejemplo, debo reconocerles también otra serie de excentricidades como casar calcetines, guardar los justificantes del banco --ya menos por aquello del servicio en web-- o saber cuántas naranjas quedan en el frigorífico. La otra mañana, camino del colegio con mis hijas, me crucé que un tipo que hablaba solo. No les parecerá nada nuevo, la verdad, pero por un momento me pareció dibujar en el rostro de aquel hombre cierto gusto por departir consigo mismo a saber de qué. Ni que decir tiene que pensar en voz alta, me parece, no es ningún delito, aunque esté mal visto.

Como tantas otras cosas en esta sociedad con tantos clichés y etiquetas que no soportaría una persona medianamente cuerda. Pero aquí seguimos. Imaginen si desde Marte, que no sé, alguien o algo examinará nuestra actitud en las redes sociales.

Millones de locos lanzándose a la pantalla a contar sus vidas, hacer publicidad de su trabajo o, sencillamente, buscar pareja o lo que se tercie. Posiblemente advertiría que usted y yo somos tanto o más excéntricos de lo que pensamos. Y así, en muchas más situaciones de las que nos podamos imaginar ahora. Qué quieren que les diga: que ser raruno no tiene nada de malo. Si acaso, ayuda a vivir mejor.