En el imaginario colectivo, rebajas son solo aquellas que comienzan en enero y en julio. Por eso, aunque en la actualidad encontramos descuentos todo el año, los comercios siguen reservando la palabra rebajas a los dos periodos anuales en los que, tradicionalmente, se deshacen de sus estocs de temporada de invierno y de verano. El martes, las tiendas volvieron a sumarse a esta costumbre, cada vez más desvirtuada a fuerza de encadenar una promoción tras otra. La liberalización de las rebajas en el 2012 permitió a los comercios ofrecer descuentos en cualquier momento, lo que, en un momento en el que los consumidores arrastraban los efectos de la crisis económica viendo cómo su poder adquisitivo había menguado y en el que el comercio on line se abría paso con intensas campañas, fue un caldo de cultivo perfecto para una guerra de precios que aún dura.

Las consecuencias de esta competición por ver quién vende más barato no son siempre buenas. Ni para los comercios, sobre todo los pequeños, porque aunque pueden dinamizar sus ventas temporalmente, convertir el precio en el único reclamo a la larga puede acabar siendo insostenible; ni para los clientes, porque aunque a primera vista salen ganando si pagan menos, la desregulación de las rebajas abre la puerta a una falta de control. Ahora ya no hay normas que obliguen a que un producto mantenga el precio original durante un tiempo determinado antes de rebajarlo, ni siquiera a que se haya vendido en la colección anterior, así que el porcentaje de descuento que a veces sale en la etiqueta o el escaparate puede ser más un señuelo que una auténtica rebaja. Los consumidores han acabado acostumbrándose a comprar con descuento, práctica alimentada por las propias técnicas de venta. Es casi imposible revertir unos hábitos de consumo tan asentados, pero sí es posible volver a establecer una regulación que proteja al cliente ante chollos que no lo son tanto. Eso beneficiaría tanto a los consumidores como al conjunto del comercio.