Si van ustedes por la parisina Rue Crémieux, una colorida y «pintoresca» calle, no les hablen a sus residentes sobre redes sociales. Ni se les ocurra. Los vecinos de la ahora archifamosa calle están hartos de la constante presencia en su puerta de instagramers, youtubers o de simples turistas en busca de la foto «única». La fotogénica vía se presta para el rodaje de vídeos profesionales y montajes amateur. Y, claro, allí no están por la labor de vivir en un permanente e improvisado parque de atracciones. Así que han pedido al consistorio parisino que cierre la calle. Si los demás quieren experiencias, que las busquen en sus calles, por más que sus casas no tengan colores pastel.

Supongo que habrán notado desde hace tiempo la sutil forma de vender que se (nos) está deslizando desde la publicidad. Ya no vale «vender» porque sí, basándose en la mera utilidad (o necesidad) del producto o en la apetencia personal. Tiene que haber algo «más».

Estamos en verano y, de una forma u otra, la mayoría opta por salir huyendo de su escenario habitual, como si el descanso fuera algo más visual (y mental) que físico. Es sencillo evidenciar como ya nadie vende «viajes» sino experiencias. Ninguno queremos sentirnos turistas fuera, sino viajeros. Por más que a cualquiera mínimamente despistado en nuestra propia ciudad lo etiquetemos, automáticamente y sin remisión, como turista. Si el viaje no se incrusta en nuestro córtex como una experiencia, no merece la pena el pago.

Porque todo este cambio comenzó precisamente desde las propias compañías destinadas sencillamente a la gestión de pagos. No se trata del histórico «rechazo» a considerar el propio dinero como algo indigno de comentar o de un simple disfraz mercadotécnico para aumentar ingresos. Es algo ligeramente más profundo.

En un entorno complicado como el que vivió occidente tras el estallido de la gran crisis, las sociedades vivieron sin querer inmersas en una reflexión catártica sobre la capacidad de gasto. Acabados los felices años de la abundancia y la (irracional, que diría Greenspan) exuberancia, cualquier gasto era analizado y merecía una «justificación». Las grandes multinacionales financieras, cuyo servicio es puramente instrumental y viven de la transacción no del producto o servicio en sí, entendieron la necesidad de dotar al proceso de pago de la condición de «experiencia».

Seguro que recuerdan campañas en las que era difícil distinguir qué se vendía, porque en realidad se apelaba más al sentido que a la razón («para todo lo demás…» ¿Les suena, verdad?). Una vez iniciada la bola por las grandes compañías, con mayores recursos y que pueden asumir mayores riesgos, este tipo de venta se ha generalizado. Llegando al extremo, por ejemplo, de pequeñas tiendas o minúsculos restaurantes que ya no ofrecen sólo sus servicios, sino todo un «tour» que pase desde la fotografía en la red social a probar un momento diferente.

Es especialmente llamativo comprobar como, tomando como referencia la década anterior que ha sido el escenario de una enorme recesión global, en las ventas retail el sector de lujo crecía año y año mientras el resto de marcas luchaba por mantener la cuota de mercado. En realidad tiene sentido: la diferenciación (económica, en este caso) es otra forma de experiencia. Puedo donde otros, muchos, no.

Nuestras reglas mentales de gasto han cambiado. Y la competencia en prácticamente cualquier mercado es cada vez más feroz, creciente. Al mismo tiempo que las fronteras se difuminan, lo que aumenta la oferta disponible y hace que se compita también en precio. Por eso, tiene lógica que el marketing se aproxime a la neurociencia para favorecer el gasto. Tenemos que percibir una ganancia que mejore el proceso de compra. ¿No se han fijado que los períodos de rebajas son cada vez más largos? ¿No les llegan ofertas perfectamente personalizadas, como si alguien estuviera exclusivamente pendiente de sus gustos? ¿No nos bombardean diciendo que un concierto, un partido o un viaje valen más que el propio pago que hacemos?

Decía Peter Drucker que la mejor venta es aquella en la que el comprador crea que ha sido mas inteligente que el vendedor. No dijo que fuera verdad. Sólo que lo pareciera.

*Abogado. Especialista en finanzas.