Filólogo

Todo el mundo está encantado de vivir en Cáceres según las últimas estadísticas, que no se alejan del tópico: la gente suele estar a gusto donde pace. Esta complacencia residencial tiene sus peligros: el primero, la relajación de los concejales. Si el alcalde ya había trasladado el despacho a la calle, me temo que los concejales sacarán las hamacas a los soportales del ayuntamiento para sestear y, con la baba hasta la rodilla, ver pasar a ciudadanos felices, sonrientes, bobalicones. ¿Para qué esforzarse más?

Pero siempre habrá quien cuestione el paraíso y hasta dude de la buena fe del creador que se puso a descansar sin haber puesto un río en el mobiliario. Cáceres siempre ha sufrido imperdonables olvidos: hace tiempo nadie pensó que la autovía Madrid-Badajoz podía haber pasado por aquí; que los cacereños podrían tener un conservatorio decente y una escuela de idiomas capaz; un tráfico que no fuera un tránsito a la tortura; infraestructuras de más entidad que la calle peatonalizada o el centro en soledad; aquí, sin río, loamos la grandeza de la acera de los cofrades a la Montaña o la ridícula variante norte que parte la Mejostilla, mientras otras ciudades adelantan por los puentes del Guadiana, o fluyen, crecidas, por el encauzamiento del Albarregas.

La solfa del beatífico éxtasis está transmitiendo la imagen de que aquí vivimos en el limbo, de que estamos contentos con la escasez, satisfechos con la poquedad, felices bobos en su rincón, en tanto los infelices se lo llevan a espuertas.

Esas estadísticas, que ni excitan ni suscitan, ni hieren ni sugieren, ni discuten ni repercuten, ni entonan ni desentonan, sólo reflejan la tradicional modorra que ya Unamuno presumió cuando pasó por Cáceres. Pero esa modorra y esa siesta soporífera es la que hay que sacudirse de una vez, para que esta ciudad empiece a moverse, que en eso consiste vivir y vivir bien.