Llegó a lomos de corceles alados y rojos (vulgo Ferraris), alumbrado por el solo destello de un cinturón Louis Vuitton. De eso han pasado solo ocho meses. En ese tiempo él no ha cambiado de cincho. Nosotros, en cambio, hemos mutado hasta el aire que respiramos. Ocho meses a él le han bastado para incendiarnos y a nosotros para quemarnos en ilusiones nuevas.

Premium Sport respiraba malamente. En realidad se ahogaba (fundamentalmente por falta de fuelle en la cartera). Matías Navarro, un aventurero, no encontraba a quien colocarle los derechos que con tantas medias verdades había trincado. Se los ofreció a muchos; y también a uno de Marbella llamado Joaquín Parra. Uno que tal. Un nuevo rico al que, comprado ya el cinturón, le faltaba un equipo de fútbol en el neceser. Uno que tal, pero no un tolay. En vez de pagar los tres millones de euros que Matías le pedía, optó por ahorrarse semejante dispendio y asaltar la fortaleza por la puerta de atrás (y por la patilla). Llamó y le contestaron. Unos troyanos le abrieron las puertas de la junta directiva. Y por donde entró Parra salió Blázquez. Las del vestuario se las abrió él solito repartiendo billetes a diestro y siniestro; fórmula que le granjeó, como era de suponer, grandes simpatías entre los recipiendarios.

Me culpo de sospechar. De sospechar aún más negras sospechas que las que en mí despertaba Premium Sport. Mercaderes de humo y goles, pensé. Pido perdón. Rindo banderas. Ocho meses le han bastado para quitar las telarañas a un estadio ajado y para remendarle la camiseta a una afición mustia. Ocho meses le han bastado para contratar una plantilla con la que no podíamos ni soñar (a recursos limitados sueños sin alas). Ocho meses le han bastado para meternos en octavos de final de la Copa del Rey. Ocho meses con vocación de cohete. Ocho meses en que ha prometido a borbotones, pero también ha cumplido. Y si durante los tres o cuatro primeros pensé que se estaba merendando nuestro dinero (el de los abonos), ya no. No sé qué dinero está quemando en esta pira, pero no el del Club Deportivo Badajoz (por el simple hecho de que no da para tanto). Y eso diferencia a Joaquín Parra de otros paracaidistas que han caído sobre el verde blanquinegro. Una larga y fatal letanía de paracaidistas ajenos a Badajoz y a cualquier brizna de sentimiento blanquinegro. Para ellos la historia del Club Deportivo Badajoz comienza el día de su llegada y termina el de su partida. Todos, incluso Tinelli, perpetraron su crimen movidos por un interés crematístico; pero no es el caso de Joaquín Parra, o no lo ha sido hasta hoy. Por vez primera nuestro equipo tiene detrás un inversor con fondo de armario y sin miedo a quedarse en cueros. El propio ayuntamiento ha avalado su gestión dándole rango de rey mago (nada más acertado, porque el «tito Parra» es ya nuestro particular rey mago).

Pronto nos transformaremos en una sociedad por acciones, y, con ello, pronto, dejaremos los socios de poder pedirle cuentas a tan magnánimo prócer. No sé a cuánto asciende la factura de la juerga, ni en qué concepto y ni en qué cuantía se anota en nuestra contabilidad. Es más, estoy convencido de que a nadie (siempre hay dedos para una excepción) le interesa saberlo. Al fin y al cabo, todos somos jinetes de estos ocho meses a lomos de ilusiones nuevas (aladas y rojas). He visto gente contenta. Apretada en una misma alegría compartida. ¿Hace cuánto que no soplaba semejante huracán de felicidad en el Vivero? Pronto lo que era de todos pasará a ser uno. También en los papeles. Uno llamado Parra. Paracaidista y Gaspar. No sabemos que día nos cortará la respiración asistida. Ni si hay vida fuera de esta misteriosa y narcótica burbuja de la risa. Por no saber no sabemos ni a qué se dedica Derby. Pero no importa... ¡Estamos en octavos!