Acontecimientos recientes, de esos que se clavan en la hondura del corazón y la conciencia de los seres humanos, donde radica la verdad de la vida, me han llevado a retomar, desde mi humilde perspectiva, el camino de mi existencia. A pesar del puñal de la muerte clavado en la espalda, me he encontrado, no sé si consciente o inconscientemente, otra vez, con el coche en el sendero de la magia que me lleva hasta Extremadura. Fascinante y genuina. Eterna y abierta a las esencias de la luz y el color, el progreso y la cultura, la humanidad y la sensibilidad, a las emocionales bellezas paisajísticas. La región eternamente amiga de la infancia y la juventud antes de que los páramos de la diáspora me sitiaran lejos de ella, aún sin saber por qué. Y a la que uno anhela regresar definitivamente. Y es que, siempre, quizás más aún a estas alturas, Extremadura ocupa un sitial de honor en el alma del periodista y viajero.

Estos comienzos del estío, de un sol de fuerza y plenitud sobre la tierra, que la enriquece y colorea irisadamente, embellece, de modo fulgurante, el campo. Crecen las hierbecillas del camino entre vacadas que pastan sosegadamente por las dehesas, piaras de cerdos en montanera, rebaños de ovejas merinas que infieren vida junto a unos escasos, sacrificados pastores que se niegan a estabular el ganado. Unos pastores solitarios, eremitas contemplativos, a caballo entre la crudeza invernal y las chicharrinas estivales, que saborean, agradecidamente, el pitillo con el viajero, mientras te sueltan:

-- Aunque ya no se para nadie a darle a la húmeda con nosotros. La gente, oiga, no es como usted, que pasan a toda leche y se saltan los pueblos de tres en tres.

Pastores, como Abraham , el Pañero, allá por las cercanías de Jaraicejo y desde donde se divisa un monte virgen en lontananza. Estos pastores son un pozo de ciencia en su terreno entre clases de hierbas y sus propiedades curativas, enfermedades del ganado, adivinación del tiempo venidero en función de una diversidad de aspectos, como resulta el acertijo de las cabañuelas. Abraham luce recia y áspera barba, transistor en el bolsillo izquierdo de la camisa y que escucha mientras masculla el silencio de sus reflexiones sobre una profesión que, cuenta, se viene abajo.

-- Esto ya, amigo mío, no hay cristiano que lo aguante. Todo el santo día luchando con la soledad, con el tiempo, con el ganado. Sin un solo día libre. Y uno, oiga, también tiene derecho a vivir un poquito la vida. Que nosotros también somos seres humanos.

-- Tiene usted toda la razón, amigo.

El pastor se mesa la barba, se quita la gorrilla, se rasca la calva de blancuzcas y semirojizas manchas y añade:

-- Pero esto ya no lo salva ni Dios. Y si no, al tiempo.

La autovía, como una fenomenología del progreso, ha quebrado aquellas paradas de las carreteras de doble dirección, con las que se hacían altos con más frecuencia en el medio de la vida de los pueblos, atiborrados de una gran dinámica humana. Y en los que se charlaba con los paisanos, con los taberneros, se hacían amigos, te facilitaban recetas y hasta te aconsejaban que no te perdieras las fiestas típicas del pueblo. Con esas, claro, el viaje, aún con prisas, se demoraba gracias al sentido humano y convivencial que tanta falta nos hace.

Hoy, de una tacada, sin bajarte del coche, gracias a las cilindradas y a las autovías, te puedes poner de Madrid en dos horas. Y si hay suerte sin que te pillen los mellis. Pero el viajero gusta de meterse por las carreteras perdidas, de mil soledades para admirar el campo en toda su intensidad, detenerse en los pueblos para echarse una parrafada con el mesonero y los parroquianos, admirar la iglesia y los monumentos, los entresijos de las callejuelas y plazoletas, y hasta informarse del lugar más adecuado para adquirir un buen queso de oveja, un lomo de esos de chúpate los dedos, una rica miel como sustitutivo del azúcar, unas perrunillas o donde zamparse una caldereta o un frite extremeño de armas tomar.

El paisaje virgen y asilvestrado ofrece las excelencias panorámicas de un horizonte que simboliza la fertilidad de la tierra parda, la genuina idiosincrasia, la rica belleza claustral que albergan las aldeas y pueblos, los hombres y mujeres, su sabor costumbrista.

Se acaba de iniciar el verano y que en Extremadura azuza de aúpa. Aún así, con toda la comunidad en medio de un amasijo de las más variadas fiestas, este es un gran momento para conocer nuestra tierra con esa intensidad que, afortunadamente, ya se empieza a exportar entre parabienes, admiraciones, piropos, buenos recuerdos y una gran divulgación mediática.

Paisajes, rebaños, montañas, llanuras, gastronomía, monumentos, lagos, caza, pesca, tradiciones diversas y variopintas. Cordialidad, llaneza, sencillez.

Extremadura, amigo, merece la pena.

*Periodista y escritor