Hace casi ocho años, todas las comunidades se adhirieron a un sistema de financiación que elevaba su autonomía financiera y les proporcionaba más recursos. Pero, lo reconocieran o no, ninguna quedó plenamente satisfecha. Así, la Junta de Extremadura manifestó desde el primer momento que, pese a que mejoraba la situación de la región, ése no era su modelo. Entre las razones de ese desapego figuraba la que, a la postre, ha provocado su defunción: la ausencia de mecanismos que garanticen una evolución paralela de las necesidades de gasto de las regiones y de los recursos precisos para satisfacerlas, y que amortigüen la presión que factores como el crecimiento de la población ejercen sobre la calidad de los servicios públicos. Esta carencia -que los cambios ocurridos en España en los últimos años han puesto en evidencia- hacía necesaria una reforma del sistema de financiación autonómica que, profundizando en sus virtudes, atajara sus graves defectos.

Nadie negaba la conveniencia de esa reforma, pero esa unanimidad desapareció en cuanto comenzaron a discutirse los detalles: mientras unos la consideraban una cuestión prioritaria y urgían su inmediata solución, otros preferían esperar a tiempos (económicos) mejores; los que abogaban por incluir la financiación local chocaban con los que preferían limitar su alcance a lo imprescindible; para unos no había otra alternativa que inyectar nuevos recursos al sistema, para otros el incremento del déficit público o de la presión fiscal eran infranqueables líneas rojas; frente a los partidarios de preservar los principios de igualdad y solidaridad, se alzaban quienes reclamaban que el nuevo modelo acabara con lo que juzgaban insoportables agravios- y cada uno parecía más pendiente de quedar bien ante su auditorio que de alcanzar un acuerdo aceptable por todos.

Extremadura acudió a esa negociación con la firmeza precisa para defender sus intereses, pero también libre de egoísmos que podían hacerla encallar. Su Gobierno lo tuvo claro desde el principio: la reforma sólo prosperaría si las razones que la motivan -en esencia, encontrar una solución común a los problemas de suficiencia del sistema y reforzar el Estado del Bienestar en España- se imponían a los maximalismos, a la demagogia y a la inacción. Pues si resulta sencillo alinearse con quienes reclaman un sistema que adecue los recursos a la población real, esa alianza deviene imposible cuando tan razonable propuesta se apoya en amenazas o pretende discutirse sin contar con todos los implicados. Porque no se puede ir muy lejos con quien por la mañana reclama con buenas razones los fondos que necesita y por la tarde rechaza un modelo que, acogiendo esos mismos argumentos, se los proporcionaría. Y porque es difícil confiar en quien dice querer un acuerdo pero demora el momento de aportar la información necesaria para valorarlo.

Por todo ello, la Junta de Extremadura optó por una posición que concilia la sensibilidad a las demandas justas de otras comunidades, la voluntad de lograr un sistema que valore cabalmente las peculiaridades demográficas de la región, y la negativa a aceptar planteamientos que no caben en la Constitución. Una posición que, en esencia, es conforme con la propuesta que el Gobierno hizo el 12 de julio.

En efecto: esa propuesta allega nuevos recursos al sistema para subvenir a las necesidades de financiación ligadas al incremento de la población, pero lo hace de forma que Extremadura queda muy bien parada, pues por cada habitante nuevo la región recibe más de 12.000 euros, frente a los alrededor de 2.300 que, de media, recibe el resto de comunidades. La oferta del Gobierno incluye criterios como el envejecimiento, la dispersión y la densidad de la población, que la Junta de Extremadura propuso introducir para que el nuevo modelo midiera mejor lo que cuesta prestar los servicios públicos. No sólo se mantiene el lugar privilegiado que Extremadura hasta ahora ocupaba entre las comunidades que más recursos por habitante reciben del sistema, sino que incrementa este indicador en términos absolutos. Y en el terreno de los principios, el documento del Gobierno elimina toda referencia al esfuerzo fiscal de las autonomías, con lo que se conjura el riesgo de que prospere una visión falsa e injusta del sistema de financiación: falsa porque no tributan los territorios, sino las personas; e injusta porque tras ese término se oculta la perversa idea de que los ciudadanos de unas regiones de España mantienen o expolian a los de otras.

Todas estas razones inclinan a Extremadura a decir "sí" a la reforma del modelo presentada por el Gobierno. Un "sí" que, como en anteriores negociaciones, no está libre de reparos. Pues elementos como la apertura de un excesivo espacio a la capacidad normativa de las comunidades autonómas, el hecho de que el modelo distinga entre servicios públicos fundamentales y el resto, que se ponga más empeño en igualar la financiación per cápita que en nivelar la cantidad y calidad de los servicios transferidos, o que no se afronte un problema -el de la financiación local- que nos preocupa especialmente-, moderan una satisfacción que, si es justa y sincera, nunca puede ser completa.