Extremadura ya vive el Carnaval. La fiesta más desenfadada del calendario llega cubierta de honores en puntos muy concretos de la comunidad y, bañada en sombras, en el resto. La explosión de color que experimentó el Carnaval a mediados de los ochenta queda ya lejos para muchos, los mismos que aún persisten en asegurar este encuentro con la tradición. El Carnaval ha pasado de ser una fiesta incómoda para el poder a que éste intente revitalizarlo como un atractivo más de la propia localidad, incluso con dotaciones presupuestarias muy por encima de otras citas de mayor peso entre la población. Pese a todo, el Carnaval es una fiesta necesaria, que abriga la capacidad de crítica de una sociedad que se niega a seguir los roles establecidos.

La imaginación, la capacidad de sacrificio, los valores artísticos más ocultos o, simplemente, el deseo de divertirse son cuestiones que sustentan esta cita con las carnestolendas. De perderse o de garantizar la fiesta sólo depende de la sensibilidad que muestren los extremeños sin que se tenga que esperar a la puntual aportación de las administraciones. El Carnaval, al fin al cabo, no dependió nunca del erario público para poder implantarse en nuestras tradiciones más arraigadas.