Periodista

La incomprensión, por interpretaciones de actos y declaraciones, suele ser uno de los reveses más sufridos por los políticos de buena voluntad. Diríase que, cuanto más claras son las posturas y más clarividentes las actitudes políticas, más parecen converger en una especie de oscurantismo por parte de sus intérpretes. En realidad, se trata, las más de las veces, de una literal aplicación del viejo axioma de la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio o del popular arrimar el ascua a su sardina . La interpretación, lejos de explicar acciones, dichos o sucesos que pueden ser entendidos de diferentes modos (DRAE), deviene sin más en la descalificación política y personal del dicho y del actor. El juego político, sustentado en la libertad de opinión, como uno de los fundamentos concurrentes del Estado democrático y de derecho, termina convirtiéndose así en un batiburrillo nada esclarecedor, en el que lo que menos importa es la interpretación per se y de su contexto y lo que más, echar tierra sobre una opinión política, legítima y democrática.

La meridiana claridad con que el presidente extremeño, Rodríguez Ibarra, viene expresándose en torno a la definición del Estado, la vertebración de España, la reforma del Senado, o cualesquiera otros asuntos de interés nacional, han colisionado casi siempre con soflamas que no buscaban la interpretación y el debate, sino la confrontación y la descalificación, no tanto del propio mensaje, sino de su emisor.

Por encima de cualquier otra consideración, el presidente ha dejado manifiestamente claro algo que, sin embargo, nadie se ha atrevido a replicar: los extremeños somos españoles por extremeños y más extremeños por españoles y europeos. Tras esa identificación, que nos engarza con España y Europa, se esconde también un legítimo deseo de alzar su voz sobre los problemas y aspiraciones que nos conciernen. Y es aquí, precisamente, donde el corazón de un político que se siente españolista y europeo --mal que les pese a sus adversarios-- parece atentar contra el alma de quienes se creen detentadores y usurpadores exclusivos y excluyentes de la libertad de expresión y del debate político. ¿Por qué él --máximo representante del Estado en su Comunidad-- no puede --más aún: debe-- expresar su opinión sobre temas políticos nacionales y sí lo pueden hacer sus colegas de Madrid, Barcelona o Vitoria?

Hace tiempo que el presidente le tocó las narices a la codicia catalana con una parábola envidiable: Tener dos lenguas no significa tener dos bocas para comer más ; recientemente, le ha tocado al lehendakari en Salzburgo donde más le duele, llamándole traidor a España y desleal con el Estado; le ha dicho a Aznar que un capitán no abandona el barco cuando está en peligro; y ha manifestado que desea un gobierno estable en Cataluña, con Maragall de presidente. Y por decir esto, que otros repiten hasta la saciedad, él sea reo. El presidente es un incomprendido, pero que dice lo que siente y siente lo que dice como dijo de él Borrell. Sólo que esos sentimientos y esos decires son tan extremeños como españoles y europeos; pero provienen de un extremeño, con voz propia en España, pero sin eco aún de España. ¿Sólo por extremeño, o por decir verdades al lucero del alba que no se interpretan? Contra una opinión, otra opinión; pero nunca es válido el anatema sit, la descalificación que descodifica una libertad de expresión todavía en una incipiente y frágil primavera. Por culpa de todos: de quienes manipulan, otorgan con vergonzante silencio y descalifican, perdiendo de vista el único vértice de la pirámide: la libertad de expresión.