TMte emocionan cada vez más las redes sociales. Les reconozco, como fiel usuario, que el espectáculo al que acudo cada mañana daría para dar contenido a cientos de columnas como ésta. No, no exagero. Abrir Facebook y disfrutar de esa realidad paralela en la que vivimos permite descubrir cómo es nuestra vida. O cómo nos gustaría que fuese... Tengo una amiga, por ejemplo, a la que el otro día se le ocurrió la feliz idea de sacar a pasear el top que se regaló en un viaje a México. No vean el éxito de los comentarios que, a raíz de la foto subida a la red, jaleaban lo bien que le sentaba y que, imagino, ella habría recibido de mil amores. Ni que decir tiene que la cosa no fue a mayores. Me explico: ella había utilizado como plataforma para desfilar una red social. Poco o nada más, pero causando sensación por la belleza de la foto y lo que sugería. Algo así como un pequeño terremoto en el pequeño gran mundo de Facebook. Admito que a veces me pueden estos detalles porque dan fe de la fuerza e influencia que en nuestras vidas tienen desde hace algún tiempo las plataformas sociales, que nos permiten contar milagros y sueños, rescatar a seres queridos a través de fotos imposibles o, sencillamente, hacernos un poco más felices al sentir al otro más cerca gracias a la tecnología del móvil. Es curioso asistir a esas sensaciones que provoca, por citar otro ejemplo, la belleza que nos impactó de aquel concierto al que asistimos de un artista ahora convaleciente --ponte bueno pronto, Aute , nunca olvidaremos aquella noche de julio del 2015 en la parte antigua de Cáceres-- o, por qué no, ese río o el mar en el que nos bañamos hoy. Por eso defiendo el buen uso de las redes sociales para todo esto y mucho más y me sonrojo, a veces, con la mala utilización que algunos llegan a hacer. Pero tenemos suerte de poder guardar en un móvil todo lo que nuestro corazón necesita. Pedazos de nuestra vida que guardará el disco duro o la nube digital, qué sé yo... Hasta lo que no somos capaces de decir en persona.