No sé si hay alguna palabra para la narcisista manía de creer que tu propia época es poco menos que el «axis mundi» de la historia. Si no la hay debería haberla. Resulta ahora que las llamadas «fake news» («noticias falsas», pero si se afirma en inglés es más impactante) representan un acontecimiento histórico singular que pone en jaque a nuestra civilización y ante el que hay que tomar medidas de excepción draconianas. ¿Deberíamos agradecer, así, que ante tamaña amenaza se regule y censure la información a la que accedemos para evitar que se nos engañe y manipule, inocentes y crédulos como somos?

Veamos. En primer lugar, que las «fake news» representen una «amenaza extraordinaria» para nuestra convivencia o estatus político es, ella misma, una «fake news». En todo tiempo y lugar han existido bulos, mentiras y manipulación. No hay nada esencialmente nuevo en esto (salvo el hecho de que ahora somos nosotros quienes lo experimentamos). Las personas saben, casi por instinto, que la información es poder, y desde el principio de los tiempos la han utilizado estratégicamente para lograr sus propósitos. Es un rasgo definitorio de nuestra especie. Y de nuestra naturaleza social. De hecho, toda jerarquía o grupo humano -desde las bandas de cazadores-recolectores hasta hoy- se ha instituido y mantenido sobre una suma inacabable de ilusiones, mitos y falsedades. No parece posible que un grupo social funcione adecuadamente sin ellos -ahora que rebrotan los nacionalismos podemos verlo con meridiana claridad-.

De otro lado, la mayor parte de la información de la que ha dispuesto siempre la gente (el llamado saber o «sentido» común) ha consistido, casi sin excepción, en una amalgama de errores, prejuicios y opiniones fundadas en falacias, en la fe -en dioses, autoridades, en la tradición-, en prejuicios interesados, en sesgos emotivos, o en interpretaciones sui géneris de experiencias particulares. Es decir: en «fake news».

¿Que nuestra época supone, a este respecto, algunos cambios más o menos significativos? Sí, claro. La «autoridad» -por ejemplo- a la que la gente presta hoy su fe no es ya solo la de los sacerdotes, profetas o reyes investidos de poder divino, sino también la de los «expertos» científicos, o la de los personajes -actores, presentadores...- del guiñol mediático (Un divertido caso de «fake» en que se aúnan la fe en los ciencia y en los medios de comunicación es el de los «documentales falsos»; con ellos se muestra que la mayoría damos crédito al mayor de los disparates si lo afirma un presunto experto y lo hace en el formato televisivo adecuado).

También es cierto que la información y la desinformación circulan hoy en mucha mayor cantidad y mucho más velozmente que antaño. ¿Pero significa eso que hay más manipulación o engaño en un sentido absoluto? No. Se trata de un cambio de escala. Hoy se puede manipular más y mejor. Pero también se puede uno informar (y opinar, y criticar, y plantar cara a la desinformación) igualmente más y mejor. Quien crea que esto es una ingenuidad (pero no su paranoica creencia en que estamos más controlados que nunca por el «sistema») que trate de imaginar como vivía y pensaba la gente hace siglos: absolutamente sometidos al influjo omnipresente (y sin alternativas) de unas pocas y poderosas ideas, tan prejuiciosas o dogmáticas, al menos, como las de cualquier demagogo o fanático de rabiosa actualidad.

Así pues, y pese a la histérica insistencia en la novedad del «acontecimiento histórico» de cada día (los medios -puro espectáculo- viven de esta mentira), no hay, en esto de las «fake», nada esencialmente nuevo bajo el sol. Tampoco el previsible incremento del control que sigue siempre a la escenificación de algún «enemigo público» por parte del poder. Ya verán.

Por supuesto que las «fake news» -ahora y hace mil años- son preocupantes. Pero la única forma de prevenir o paliar su efectividad no es la censura «paternal» de la información por parte del Estado, sino el fortalecimiento de la capacidad crítica y la autonomía racional de los ciudadanos. Algo que siempre parece aplazarse por mor del «acontecimiento histórico» de turno y sus inapelables urgencias.