Ha dicho el Papa Francisco que no hay que dejarse vencer por el pesimismo, y yo lo intento, lo juro. Me levanto cada mañana dando gracias por lo que tengo, por lo que he hecho y por lo que puedo hacer, por sencillo que sea. Leo los periódicos y me trago la indignación de que para algunos políticos el paraíso fiscal de las islas Caimán sea tan conocido como Isla Cristina para los extremeños, o paso por alto los correos de Urdangarín y los cuentos de Alí Babá y los cuarenta, cuarenta mil millones de ladrones. Lo intento, en serio.

Trato de no dejarme aplastar por la tristeza con las historias terribles de la gente normal, las tiendas que cierran, las cifras del paro o los negocios hundidos. Encojo barriga y salgo a la calle dispuesta a enfrentarme a la vida sin acritud, a las críticas a los funcionarios, a las lorzas imposibles de bajar, al temporal que no cesa y a las constantes alertas amarillas. Y lo consigo, más o menos lo consigo.

Un día superado, pienso, cuando acabo las tareas y me siento delante del televisor a relajarme un poco, pero justo entonces se produce el cataclismo. Embutido en un bañador indescriptible, aparece Falete (que antes cantaba) y Olvido (que antes era política), y saltan desde un trampolín con la misma gracia que tendría ahora Esther Willians si hubiera vivido tantos años, o sea, ninguna. Y la audiencia de este país enloquecido enloquece un poco más, si cabe. Pero no hay que dejarse vencer por el pesimismo. Conmocionada por la impresión, apago la tele, abro un libro y se hace la luz, mientras doy las gracias a Falete y al Papa Francisco por su fomento de la lectura, tan necesario.