Otro artículo más sobre lo que ya se ha trasformado en «tema único»? No lo pretendo, la verdad. Todo lo que rodea a la cuestión catalana, tengo la sensación, empieza a pesar más en nuestras mentes que a preocupar o alertar. El continuo goteo de noticias, la inasequible verborrea que a muchos delata, solo deja espacio al cansancio. Únicamente aquellos capaces de posicionarse sin ambages, y a los que no les importa que la ideología invada su cotidianeidad, parecen mantener viva la llama de una confrontación que no es tal.

No quiere decir esto que al resto nos valga una higa. Porque no es así. Pero simplemente restarle cierta pasión ayuda a enfocar mejor todo lo que (seguro) va a venir con el falso cierre que augura la fantochada del domingo primero de octubre.

Hace unos días, en respetuosa conversación entre amigos (no exenta de ímpetu, eso sí), alguien defendía que no se debe ceder a la tentación de medir de forma distinta las mentiras de ambos lados. Bendita equidistancia, cuando puede mantenerse. La moderación y el diálogo acaparan flashes en nuestra sociedad, pero no deben cegarnos. Seguro que en este caso no hay buenos y malos absolutos, pero sí hay un lado que miente y manipula, con la conciencia de estar haciéndolo y sabiendo que usan un (poderoso) instrumento al servicio de sus intereses. Dos claves rápidas: mienten porque pueden (impunidad) y porque es útil para sus propios intereses (tergiversación).

Dice Javier Marías en Tu rostro mañana, que «las mentiras son mentiras, pero todo tiene su tiempo de ser creído». Dejando de lado que citar al «heredero» Marías ahora puede ser hasta subversivo, dado el discurso oficial (en redes) que lo demoniza, su sentencia es tan potente como certera. Y me da que estamos en ese tiempo: en el de la predisposición a creer(nos) mentiras.

Lo dije arriba y lo cumplo, olvidemos por un momento Cataluña. Llevamos un par de años desayunándonos noticias sin salir de nuestro asombro. Las encuestas no funcionan, los oráculos desvarían, lo que parece seguro ya no lo es ni por asomo. ¿Ejemplos? Desde el brexit a Trump. De la orgullosa xenofobia de Le Pen en Francia al pavoroso ascenso de la ultraderecha al Bundestag berlinés. O Austria. O Holanda. O el «no» en Colombia a un proceso sin trasparencia. En Grecia, Syriza y Amanecer han hecho desaparecer toda la clase política anterior. Y en España, Podemos armó en un tiempo históricamente breve un instrumento político en el que confían más de 5 millones de personas.

A todo esto, claro, podremos llamarle casualidad. O calificarlo como una corriente, temporal, rabiosa y destinada, como todas las estrellas fugaces, a consumirse de la misma manera efervescente en la que ha nacido. Podemos hacerlo. Claro. Pero no hay peor ciego que el que no quiere ver.

También se puede optar por la vía de la descalificación. No está mal tirado: en el fondo, todos estos movimientos dejan de lado la ideología para construirse sobre las mismas bases. Sus propuestas son habitualmente un batiburrillo en la que se mezcla, sin pudor y solución de continuidad, la apelación al pueblo, la creación de un enemigo grande y opresor y la promesa de un Valhalla en la tierra. Alguno hasta dirá que mienten (mirar arriba). Con conciencia: impune y pragmáticamente.

¿Nos quedamos ahí? No. Si estos movimientos surgen y crecen es porque hay una falla en el sistema. Nos guste o no, grandes porcentajes de la población mundial ya no creen un orden que les ha abandonado. Y no hablamos de capitalismo ni de economía. Es algo más profundo, una quiebra en el sustento de todo el entramado: la confianza en que funcionaría.

Y debajo de eso lo que queda es miedo. Un miedo personal e intransferible, común a todos los que deciden abrazar los extremos, el populismo, el nacionalismo redentor. Miedo al empeoramiento de las condiciones de vida, miedo a la inseguridad de no saber dónde se sitúa el futuro. Miedo a tener miedo, atacados y culpabilizados. Miedo a que fracase una sociedad del bienestar en la que confiaban y que han visto violentado y saqueada por los mismos que pretenden inocularles ahora el temor a las promesas nuevas.

Quizás usted lector o yo mismo, no. Pero a su alrededor hay mucha gente dispuesta a que ese suelo que se mueve bajo sus pies tenga mejor base. Terreno abonado a aquellos que, sin escrúpulos, quieran explotarlo.