El día de los Reyes Magos es una gran fiesta para los más pequeños y un drama para los afligidos adultos que han de hacer malabarismos a la hora de comprar regalos. Pero son también fechas en las que algunos adultos dejan caer sus máscaras y acaban revelando que llevan en su interior un niño reacio a crecer.

Son y no son. Estas personas trabajan, asisten a reuniones de empresa, debaten sobre política y economía, reflexionan sobre su lugar en el mundo y se preocupan por las hambrunas en Africa. Son personas hechas y derechas, conscientes y maduras. Pero a poco que escarbas en su interior te das cuenta de que siguen con la mirada puesta en esos incansables camellos venidos de Oriente (o de Andalucía). Su reino, como el de Jesucristo, no es de este mundo. Han crecido por imposición social, pero si por ellos fuera aún estarían disfrutando de su primera carrera en su recién estrenada bicicleta o echando a los cielos una vistosa cometa.

Antes de ir al trabajo llevan a sus hijos a la escuela, de la que en cierta manera no han salido jamás. No comprenden las normas de esta vida que les obliga a pagar una hipoteca, luchar contra el colesterol o el sobrepeso y a mantener las formas en misa. Quisieran ponerse los calzones cortos y correr al parque para proseguir ese juego que dejaron a medias décadas atrás.

Estas personas, en fin, son falsos adultos. Inmaduros, fantasiosos y secretamente entusiastas, se sienten frustrados porque a cada día que pasa están más lejos de esa patria idílica que es la infancia. Su gran drama es llevar a un niño encerrado en las hechuras de un adulto.

Yo soy una de esas personas.