El cambio en el sistema de evaluación recientemente aprobado por las universidades catalanas, junto con el posicionamiento político tomado por sus órganos rectores, constituye un hecho inédito en nuestro país.

Si el autor de esta carta fuera alguien especialmente comprensivo con la actitud de la juventud indignada a raíz de la polémica sentencia del Supremo, diría que el miedo de los estudiantes encapuchados a manifestar públicamente sus ideas es justamente lo que nos tendría que preocupar a los demócratas, en lugar de señalarlo como otro signo inequívoco de anormalidad del oasis catalán.

Con el posicionamiento de nuestros rectores se ampara y da cobertura a una forma de protestar que suplanta las decisiones de los órganos rectores y de participación naturales de la comunidad universitaria (los claustros), la normativa académica vigente y, contra toda lógica académica, el sistema de evaluación programado antes del inicio del curso. Al posicionamiento político inicialmente adoptado por las universidades catalanas en relación con la sentencia, de carácter partidista, donde se obviaba el pluralismo de la comunidad académica, hay que añadir la imprudencia con que se llega a pedir el archivo general de causas por los disturbios violentos, impropio de una institución científica guiada por los principios de independencia, racionalidad y utilidad pública.

El resultado es la debilidad de una institución que se aleja de sus funciones originales. A la actitud de los rectores se tiene que sumar la inacción de sendos sindicatos de trabajadores, que dejan en situación de desamparo al estudiante y de indefensión al profesorado ante un colectivo muy reducido pero empoderado de estudiantes que ya ha manifestado que esperan una actitud comprensiva a su evaluación final, después de su gran servicio al país.