Diversos estudios de la Comunidad de Madrid nos alertan de algo que ya sabíamos: cada vez se escribe peor. Prueba de ello es que los alumnos de once años cometen de media una falta de ortografía cada dieciséis palabras. Esa desidia a la hora de cultivar una redacción exigente afecta a todas las capas de la enseñanza, incluida la Universidad, presunta ágora de sabiduría en la que muchos se empeñan en demostrar su desconocimiento de las reglas básicas de la lengua.

Artur Schopenhauer dedicó parte de su tiempo y de sus energías a combatir -con su habitual vehemencia- la pereza y la ignorancia de quienes agreden impunemente a la lengua, en su caso la alemana. Me temo que su discurso a favor de un lenguaje pulcro no ha calado demasiado, primero porque para ello habría que conocerlo, y segundo porque la imagen del malhumorado Schopenhauer potencia la idea de que los defensores del buen uso de la lengua son unos avinagrados sabelodotos que pierden su tiempo en reivindicaciones lingüísticas de escaso interés.

Son muchas las ventajas de atesorar cierto amor al lenguaje, pero no creo que ninguna de esas ventajas, por muy bien argumentadas que estén, resulten seductoras para quienes escriben sin remordimiento alguno una falta de ortografía cada dieciséis palabras (o incluso menos). Tener que explicar a estas alturas las bondades de la buena redacción, la buena educación o la higiene denota de entrada un problema de fondo de difícil enmienda.

Escribir bien no está de moda, nunca lo ha estado. Algunos achacan estas circunstancias a la tecnología, pero el teléfono móvil o la Tablet no son, en mi opinión, la causa de tanta indolencia gramatical, sino tan solo los lugares donde materializarla.

Las faltas de ortografía debilitan la comunicación escrita y transmiten mal gusto. Que algunos docentes permisivos minimicen su importancia no hace sino agravar el problema.