En la sociedad y la política españolas faltan reflexiones de fondo más allá de egos, tácticas y electoralismo. Una de ellas debe girar en torno a la institución familiar que, sin darnos cuenta, se ha convertido en el agujero negro de multitud de patologías y violencias, mientras su consideración social y legal permanece intocable, irracionalmente sacralizada.

El silencioso incremento de la violencia que ya asusta seriamente a los expertos tiene como centro la familia. Ese supuesto lugar de cariño y seguridad se ha convertido para los más vulnerables en un oscuro pozo donde se maleduca, se hiere, se tortura y se mata. La violencia debe dejar de estudiarse en compartimentos estancos y ha de ser abordada como parte de un todo: una sociedad violenta en la que se aprende a ser violento en familia.

El Consejo de Europa proporcionó en 2010 un informe según el cual uno de cada cinco menores sufre algún tipo de violencia sexual antes de cumplir los 18 años, siendo el 85% de los abusadores personas queridas y respetadas por la víctima. Las asociaciones de mujeres víctimas de agresiones sexuales están cansadas de repetir que el 80% de las violaciones se producen en el entorno familiar, pero que por razones psicológicas y sociales se denuncian mucho menos que las de desconocidos. La violencia machista, por definición, es violencia familiar que va más allá de las mujeres, como se puede comprobar en los tres niños asesinados durante 2019; además, la violencia de género ha dejado nada menos que 243 huérfanos —con secuelas emocionales de por vida en la mayoría de los casos— solo en los últimos seis años.

Es necesario buscar las raíces de esta violencia. En 1995, el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales encargó una ‘Encuesta Nacional de Actitudes y Opiniones de los españoles ante el maltrato infantil dentro del ámbito familiar’, con casi 3.500 entrevistas. En este estudio podemos comprobar una extraña paradoja: de los diez posibles conflictos que la encuesta planteaba entre padres e hijos, solo uno de ellos (la falta de colaboración en casa) llegaba a ser considerado un verdadero problema por cerca del 40% de los encuestados (por poner un ejemplo, las horas de regreso a casa eran un problema solo para el 18,1% de los padres); sin embargo, el 67,6% consideraba que es imprescindible gritar al niño, el 45,1% pegarle y el 40,5% que es necesario soltar un bofetón de vez en cuando para mantener la disciplina.

Cuando nos preguntamos por el origen de la violencia de género, de los abusos a menores, del acoso escolar, de las agresiones crecientes de hijos a padres, de padres a profesores, de pacientes a médicos o sobre el incremento de la violencia hacia las personas mayores, no solo debemos poner el foco en cada una de esas problemáticas —que sin duda poseen rasgos específicos— sino, sobre todo, en la raíz de todas ellas: la educación en el ámbito familiar.

En el mundo occidental (sobre todo en las sociedades de raíces cristianas como la española), la familia está idealizada socialmente y, lo que es peor, está hiperprotegida jurídicamente. Cualquiera puede ser padre sin demostrar capacidad alguna para ello, y el simple deseo de paternidad es ya casi un derecho. Hay que coger a un padre prácticamente con las manos en la masa intentando matar a su hijo para quitarle la patria potestad, no hay manera de cuestionar lo que pasa en el interior de las casas porque se mantiene el dogma de que son «asuntos privados» y, en fin, no intente usted razonar con un padre o una madre que no está educando bien a su hijo, aun cuando tenga delante de sus propios ojos las dramáticas consecuencias de esa mala educación.

«¿Qué tal la familia?», «Bien, gracias». En un alto porcentaje de los casos, la respuesta es mentira. Como parte estereotipada de las interacciones sociales, más o menos todos podemos asumir esta hipocresía. Pero cuando se trata de erradicar la creciente violencia social que va camino de poner en peligro la convivencia, no nos podemos permitir el lujo de mirar para otro lado y mantener la absurda sacralización de la familia como núcleo intocable de supuesta felicidad que, las más de las veces, esconde la respuesta a infiernos conocidos.

*Licenciado en Ciencias de la Información.